09 enero, 2013

Desgarradora aniquilación.

—¡Maldita sea! —repito cantidad de veces en voz baja.
Estoy alterado, lo noto en cada lugar de mi estremecido cuerpo pero no queda más que enjaular todas las aves feroces con instintos asesinos que guardo en el infierno de mi alma. Tomo un buche de aire profundo y lo mantengo en mis oscuros pulmones, enfermos de tanto tabaco. Espiro y me volteo para darle la cara a esa mujer de melena rubia que me mira con el ceño fruncido.
—La inquisición española me ha vuelto loco. ¿A ti no? Solo escucho voces en mi cabeza hablando de los mandatos de control acerca del dogma y la herejía.
—Querido, cálmate, te lo pido. —ruega mi adorada súbdita que no llamo más que prostituta.
—¿Calmarme? —hago una pausa mientras me acerco a ella con pasos lentos—. Ojalá mis métodos de tortura fuesen efectivos contra esos desquiciados delincuentes flagrantes. ¿No te he contado? —ella niega con la cabeza y yo continúo—. Aquel hombre de cabello canoso y barba rebosante que he encontrado en nuestra casa no ha confesado porqué ha tomado mi bula.
—¿Tenías una bula? —pregunta ella.
Por un instante siento que debería de dirigir la palma de mi mano contra sus pómulos.
—¿Crees que la Cancillería Apostólica acepta epístolas sobre trozos de tela? ¿Me crees habilidoso como tú y tus ridículos anuncios sobre trapos viejos?
—Eso no era a lo que me refería. —alza su mirada con ojos mortíferos, como si quisiera matarme con el par de luceros marrones que tiene de ojos—. Digo, creo que pierdes el tiempo con él.
Mis pupilas se abren y miran atenta a esa cortesana.
—Creo que no es más que un simple labrador. ¿No viste su ropa? Tíralo ya. —añade.
¿Por qué será que siento que trama algo? ¿Será que se conocen? A juzgar por sus titubeos y su lengua movediza ante sus labios es notable que calla algo.
—¿Qué tal si vamos a buscar mi toga? La he dejado en una habitación de la iglesia.
¿Por qué dije eso? Creerá que es una trampa, trataré de ser más discreto.
—Así vamos a los bancos y podremos comer un poco de pan y tomar vino. —agrego con una sonrisa y le extiendo mi mano para que la tome y se levante. Ella accede y me acompaña hasta la cripta.

Llegamos a mi habitación preferida, o mejor dicho, mi cuarto de diversión. Frente a una puerta color marrón caoba tomo la aldaba y tiro de ella para llamar a mi viejo amigo Corban quien se asoma a los pocos segundos; es un anciano demacrado por el bajo consumo de alimentos, temeroso de cualquier sonido y alterado por cualquier grito. Las cicatrices de su cara son las puntas de cuchillos que he enterrado en su piel por no obedecer mis estrictas órdenes. A diferencia de la ramera de Dasha, él ha sido azotado hasta lograr desprender trozos de su carne.
—Se... Se... Señor Evander. —balbucea el viejo.
—Busca una trozo de tela oscura Corban.
—Sí Señor.
Sonrío levente para no poner nerviosa a mi ramera favorita, digo, a mi querida acompañante. Ella me devuelve la sonrisa algo asustada.
—¿No ibas a buscar tu toga y ya? —pregunta acobardada. Yo frunzo el ceño; mi dedo índice se dirige a su boca para notificarle que no deseo escuchar su voz.
Mi mirada hace una expedición de su cuerpo entero y termina en sus ojos que parecen gritarme en medio del intercambio unísono de nuestra respiración. Escucho unos pasos muy cerca del pasillo en donde estoy y la puerta se abre un poco más. Corban tiene en sus manos una tira de algún trapo color gris oscuro. La tomo y volteo hacia Dasha.
—Gírate. —le ordeno. Ella se da media vuelta y con el tejido tapo sus ojos para evitar que observe los cuerpos desmayados que están guindando en grilletes dentro del sótano. Hago un nudo fuerte y le acaricio su melena de cabello. La tomo de los hombros y la volteo. Agarro su mano y la pongo en mi brazo.
—Vamos. —le murmuro al oído.

Caminamos por pasadizos construidos por piedra sólida y vitrales donde adoraban a su religión. Cuerpos encadenados a las amplias paredes. Puertas con grilletes que mantenían a los prisioneros en soledad y oscuridad por semanas, meses o hasta años, porque a la inquisición el tiempo no le incumbía; podían esperar y así mediante, poder salvar otra alma perdida para el Cristo. Obispos cuyos retratos eran colgados cerca del sagrario. Un cuadro grande en representación al Malleus Maleficarum y su frase de: "justicia común exige que una bruja no sea condenada a muerte al menos que su propia confesión la condene"; todos estos retratos se ubicaban en el centro de un mesón lleno de pan duro y enmohecido con agua sucia que suplementaban la dieta de cucarachas y ratas. Para todos, la tortura era el medio aceptable para obtener dicha declaración.

Abrí una puerta de metal forjado, tomé de la cintura a Dasha para darle la señal que debía avanzar. Ella caminaba con pavor al escuchar el chillido de las cadenas de los prisioneros; luego, cerré el pórtico cuyo grosor del acero hace que no pase ningún tipo de sonido. Encendí las lunes tenues del pequeño aposento y la senté en una parihuela. Tenía una expresión muerta y la piel de gallina, su respiración se encontraba acelerada.
—Quiero hacerlo. —le digo murmurándole entre sus labios. Mis manos se acercan a su cara, se resbalan por sus mejillas y toman su cabello para que el beso sea forzado. Se tensa, deja de respirar por unos instantes y se vuelve pausada. La acuesto en la funda color vinotinto mientras sigo besándola.
—Alza las manos. —ordeno. Ella sube sus brazos por encima de la cabeza. Tomo unas esposas y se las pongo enganchada en los grilletes del encabezado de la camilla.
—Querida, quiero hacer las cosas diferentes. —hago una pausa mientras mis dedos se deslizan sobre sus pechos, su cintura y se detienen en su vientre—. ¿Quieres beber algo primero?
—Quiero que me quites la venda de los ojos.
—No puedo, es parte de mi plan.
—¿Qué plan? —grita a punto de sollozar.
¡Impresionante Señorita Dasha du Antzas! Si tus nervios no te hubiesen traicionado no estarías aquí como una maldita perra. A ver, a ver, a ver... ¿torturarte hasta que me digas quién es este tipo?
—Algo que tengo en mente. —le respondo. Me levanto y busco unos metros de soga con la que ato sus pies a los extremos de la cama. Al terminar con el segundo tobillo escucho que tocan la puerta.

Abro una ranura por la que puedo ver los ojos de la persona que toca.
—Señor me dieron esto. —dice Corban con una sonrisa falaz. Me entrega una especie de sobre con una gran firma delante: "Incítala a confesar". La curiosidad sobre sale mis límites y rompo el papel hasta que me encuentro con una carta de mi tía.
"Héctor Evander, mi cielo...
Acabo de ver esta madrugada a una chica rubia husmeando por tu habitación. La he conocido cuando salió, ya le iba a quitar las tripas de un golpe si no se presentaba. Me parece muy linda pero con un temperamento agrio. ¡Por cierto, me ha contado que será tu futura esposa! Y tú que no me habías contado nada, ¿tan mala soy para guardar secretos, eh? Lamento decirte que mi hija Bárbara la ha visto con otro hombre más o menos de su edad. Me dijo que andaba revolcándose con ella. ¡Discúlpame! Debía decírtelo. Sé que te pondrá algo triste saberlo pero sabes bien que tu tía siempre te dice las cosas que sabe, además, eso te enseña a que primero deben de pasar por la supervisión mía. Te quiere, Mirtha."
¿Futura esposa? ¿Tiró con otro hombre? ¿Buscó algo en mi habitación?
Sonrío de forma maquiavélica. Mirtha sabe de mis métodos de tortura hacia los demás, pues mi terrible pasado escrito entre azotes, golpes y cuchilladas me han dejado vacío de sentimientos hacia cualquiera. Mi espalda tiene un montón de cicatrices que muestran un rápido vistazo al resumen de mis lejanos y oscuros recuerdos. Le entrego nuevamente la carta a Corban, cierro la ranura y me dirijo a mi preciosa doncella.

Me siento a su lado mientras veo las lágrimas rodar por sus mejillas. Las palpo con mis nudillos y siento su humedad en mi piel. Muerde sus labios con más fuerza, sabe que le haré daño.
—¿Cómo quieres morir? —cuestiono.
—No... por favor no... no me hagas daño. —ruega sollozando.
—¿Por qué no habría que hacerte daño, amor?
—¡No me digas amor! —grita desesperada.
Me gusta cuando se agita. Me gusta su voz alterada. Me gustaría escucharla gritar lo más fuerte que pueda.
—¿Cómo quieres que te llame? —pregunto. No responde. Mis manos se acercan a su cintura y ella trata de soltarse pero está completamente indefensa.
—Shhhhhhh... la princesa no debe de moverse o esas esposas le harán marcas en sus lindas muñecas. —subo las manos hasta su cuello—. Ahora, cuéntame... ¿quién ha sido ese tío con el que has estado en mi habitación haciendo morbosidades?
Ella se queda inmóvil y su boca se abre para obtener aire. El miedo... el pánico la cubre con un manto que la asfixia. Quito mis manos de su cuello y me levanto para buscar mis herramientas.
—No me hagas daño. —implora—. Perdóname... ¡Perdóname! Quería buscar el documento de muerte de mi padre porque había escuchado que fuiste tú... —hace una pausa y traga saliva—. ¡Fuiste tú el maldito que lo mató!
—¿A qué viene tener sexo en mi habitación? ¿Te pareció acogedora? —le pregunto mientras me dirijo a ella nuevamente—. Cierto... eres una ramera que vive en un chiquero buscando dinero con eso. —digo entre dientes cerca de su oído. Cuando levanto la cara, me escupe y su saliva cae en todo mi rostro.
—¡Maldita! ¡Eres una maldita! ¡Morirás, sufrirás! ¡Y hasta peor de lo que sufrió tu inútil padre! —le grito dejándola temblando.

Me dirijo a la pequeña mesa que tenía encima una botella de vino tinto. La destapo y me tomo una copa mientras la observo llorar.
—Sería divertido ver a alguien en el aplastacabezas. Tenía tiempo sin detallar una muerte tan... espléndida. Dime, ¿te han contado alguna vez cómo funciona? —bebo un sorbo de la bebida embriagante mientras espero obtener su respuesta. Pasan veinte.... veinticinco... treinta... treinta y cinco... cuarenta segundo y solo abre la boca para respirar. Voy hacia ella. Paso por sus brazos un clavo de acero mediano con una punta perfecta para tajar.
—¿Sientes eso? ¿Lo sientes? Mira el filo que tiene. —lo tomo y le rasguño la palma de la mano. Ella grita mientras veo la sangre cayendo por los grilletes—. Se volverá más divertido si sigues haciendo silencio en vez de responder a lo que digo.
Voy a mi silla y bebo más vino.
—¿Qué te estaba contando? —digo mientras mi dedo índice se estaciona en mis labios y mi mente trata de retroceder unos minutos—. ¡Ah! ¡El aplastacabezas! Es algo muy de la Edad Media pero, es muy entretenido. ¿Sabes qué hace eso? —pregunto. Ella niega con la cabeza—. ¡No muevas la maldita cabeza!
—No. —responde con voz cortante.
—Bien, lo imaginaba. —doy un sorbo de vino—. Es una maquinita sencilla. Primero destroza tus alvéolos dentarios, después las mandíbulas y luego el cerebro se escurre por la cavidad de los ojos y entre los fragmentos del cráneo. ¿No te parece divertido? Hacer explotar cabezas y dejarlas tiradas en el piso con los sesos en el asfalto.
Recuerdo que hace unos meses, un niño pequeño de unos siete u ocho años fue torturado con este método. Me reí a carcajadas cuando su cara comenzó a colorarse y volverse rojo como un tomate, luego estalló y manchó el vestido blanco de mi madre. Aplaudí por tan distante chorro de sangre.
—¡No es divertido! —chilla.
—Está bien, está bien. —protesto—. ¿Qué te parece si... te ato en mis grilletes altos boca abajo?
—¿Para qué? ¡No quiero que me toques!
—Tranquila  corazón....
—¡No me digas así! —interrumpe.
Oh... ¿a qué mujer no le gustan los apodos cursis y sosos? Esta chica vale más que mi cripta con aparatos de tortura.
—Quizás pueda pasar una sierra por su entrepiernas. —al terminar de mencionarlo, ella trata de flexionar los muslos—. Cielo, la soga es más resistente que tu.

Saco mi más preciado revólver para matarla en seco de un tiro. Más nunca quiero ver el rostro de una miserable traidora como ella. Lo tomo con un mano y con la otra busco su pequeño fieltro con la que la limpio. Desenfundo y me acerco a Dasha. Alzo mi mirada hacia su mar infinito de lágrimas que sigue sin control.
—No llores nena, no dolerá.
—Púdrete. —dice entre dientes.
Alzo mi ceja con la impresión de dicho comentario. Introduzco mi pistola a la fuerza en su boca y la empujo hasta llegar al tope de sus amígdalas. Trata de alcanzarme pero no puede. Su cabeza gira de un lado a otro en busca de aire. La pólvora de seguro llegó a su garganta. Mi dedo se dirige al gatillo a punto de dejar soltar una bala para perforarla, pero me detengo... saco mi revólver y escucho como da bocanadas de aire puro a medida que tose.
—¿Por qué... no... lo hiciste? —me pregunta. La miro a los ojos, pues la venda se ha rodado con mis movimientos rudos por tomarla del cabello. Me doy media vuelta voy en busca de mi chaqueta—. ¡Dime!
Cuando quiero que hable no lo hace, es tan quisquillosa. Me gusta cuando su voz alcanza ese tono... alto, ronco, sin fuerzas de más.
—Necesito algo más deleitoso. —respondo mientras tomo mi cuchillo del bolsillo inferior. Tan filoso, tan sutil; hermoso y brillante objeto—. Y tu serás quien me de tan ameno momento; por cierto, me gusta tu blusa. —digo en tono suave mientras se la arrancaba rasgándola con el filo del cuchillo—. Pero, se ve mejor tu pecho así.
Subo la mirada hasta su rostro y detallo sus ojos de piedad.
—Me molesta esa carita. —argumento mientras le rasguño sus pómulos, su frente, su barbilla—. A ese delicado ángel le ha tocado morir.

Me detengo ante el placer tan factible que es maltratarla y hacerla gemir del dolor. Doy una ojeada nuevamente a sus pechos, le quito el brassier rompiéndolo cerca de las varillas y presiono sus senos con la parte plana de mi cuchillo. Siento ira al escuchar sus quejas. La rasguño de nuevo. Su pecho empieza a sangrar más que su cara. Las sábanas se comienzan a teñir de rojo carmesí. Quisiera ver correr este líquido por su cuerpo, que lo toque, lo sienta, vea como se agotan sus esperanzas de vida. Me levanto y me dirijo a mi ángaro donde caliento mi cuchillo con las llamas. La veo sollozar más fuerte del dolor.
—Todo será igual. —alzo mi voz para que me escuche—. Grita más. Nadie te escuchará. —le digo sonriendo hasta que veo que mi preciosa pieza de metal cambió su color como el de sus mejillas, rojo vivo. Está entusiasmado por el ardor que quiere crear en ella.
Voy rápidamente hasta Dasha para acariciar su piel. Comienza a chillar del dolor y a estremecerse, tirando fuertemente de sus brazos y haciendo sangrar sus muñecas; pero yo sigo haciendo que mi cuchillo la abrace, la haga adherirse a él por instantes hasta que tiro para llevarlo a otro lugar de su cuerpo.
—¡Basta! —grita mientras yo me divierto.
De la misma forma que se entretuvo en mi habitación con otro, yo obtengo placer con esto. ¿No sería estar a mano?
—Un error se paga con error. —explico entre dientes. Trozos de piel calcinados y otros medio carbonizados. Mi querido cuchillo está enfriándose. Tal vez deba de acabar con esto de una vez—. Dime todo lo que quiera saber.
Ella frunce el ceño y luego muerde sus labios por las quemaduras de su cuerpo. Aprieta sus ojos y las manos las transforma en puños al escuchar mis palabras.
—¡Dímelo!
—¡Vete al infierno! —responde.
¿Infierno? Esa palabra... es una burla. Yo solo torturo al pecador por sus equivocaciones, su falsedad, sus mentiras y sus fallos. Es lo justo, ¿no? Sacrificar su propia vida a cambio de inmortalidad al lado de la muerte.
—Morirás. —le digo como últimas palabras.

Mi cuchillo lo introduzco en su boca y rompo su mejilla de un solo tirón. Presiona sus piernas pero no puede desatarse. Voy con el otro cachete y aplico lo mismo. Su boca parece una gran sonrisa, y al verla articulo un gesto de satisfacción. Paso la parte lisa por su cuello y lo introduzco como estaca en su corazón, dando así el fin de su existencia.

Observo las gotas de sangre cayendo sobre el suelo de marfil. Podría contarlas, podría ser un nuevo pasatiempos... pero no. Me giro y busco mi copa de vino, me siento y me voy acabando la botella brindando por su muerte.

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