Jorge Luis Borges:

"De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo. Sólo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria."

Billy Wilder:

"La televisión no ha podido acabar con el cine porque la gente quiere estar allí, quieren ser los primeros, quieren oír las risas de otras personas."

Théophile Gautier:

"Una de las glorias de la civilización sería el haber mejorado la suerte de los animales."

John Lennon:

"Algunos están dispuestos a cualquier cosa, menos a vivir aquí y ahora."

Woody Allen:

"El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores."

Menandro de Atenas:

"No es vergonzoso nacer pobre, lo es el llegar a serlo por acciones torpes."

Adolf Hitler:

"Sólo se combate por lo que se ama; solo se ama lo que se estima, y para estimar es necesario al menos conocer."

Gustavo Adolfo Bécquer:

"El alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada."

Marilyn Monroe:

"Era consciente de que pertenecía al público, pero no por mi físico o por mi belleza, sino porque nunca antes había pertenecido a nadie."

23 agosto, 2013

Leyenda urbana.

—No sé si realmente pasó, no quiero pensar en ello, cuando no se piensa en algo, ese algo no existe, desaparece, muere… no quiero pensar en ello, sin embargo, no puedo evitarlo. —decía en su mente.
Al abrir los ojos esa mañana no sabía si había sido un sueño, un horrible sueño, o en verdad había sucedido.  Si fue un sueño, ¿por qué tengo estas heridas? Si pasó en verdad, ¿cómo llegué a mi cama?
Las leyendas urbanas nunca las he creído, nunca me han inmutado. No sé qué pensar, no quiero pensar… 

La casa era enorme, la selva la cubría casi en su totalidad, decenas de ventanas con cortinas negras parecían mirarte como miran los ojos vacíos. Había jardines grandísimos con docenas de árboles, altos y de follaje tan espeso que el Sol no lo atravesaba, todo en esa casa era lúgubre y frío.
Atravesé los jardines sin prisa, observando los estanques y fuentes cubiertos de lirio acuático. No sentía miedo, no había razón para sentirlo —o eso creí—. Llegué a la puerta principal que estaba abierta, escuché una música, ligera y muy tenue, la ignoré y seguí atravesando el salón principal, subí y bajé tantas escaleras que ya no sabía si estaba arriba o abajo, demasiadas habitaciones, demasiadas puertas, salones enormes. En otros tiempos debió ser una mansión muy lujosa con sus pisos de mármol y retoques en madera, con candelabros gigantescos iluminando cada salón, con muebles de época y sirvientes con vestidos impecablemente. Ahora todo estaba lleno de polvo, moho y ratas. ¿Quién querría vivir ahí? ¿Quién soportaría ese olor? ¿Olor? Sí, como de sangre, como de muerto.

"Cientos de cadáveres apilados junto a las jaulas donde están las próximas víctimas, sólo unos pocos han salido de ahí con vida, pero están dementes: se creen felices después de haber estado en ese lugar y vivido aquel horror." Relatos de la última casa de la calle. Nunca los creí.

La música cada vez se escuchaba más cerca, al igual que el olor se intensificaba. Un impulso me obligaba a continuar, a abrir cada puerta, revisar cada habitación, las cocinas, bibliotecas, todo hasta encontrar la última puerta, desvencijada y oculta al fondo de un corredor larguísimo, era la adecuada. Despacio la abrí. No hizo ruido. Bajé las escaleras, que no crujían como pensé. Todo era silencio, y como si flotara, no hacía el menor ruido, sólo la música, y el hedor. Llegué abajo y lo vi... un sótano tan grande como la casa misma, el piso lleno de sangre seca, una alfombra gruesa con enormes manchas, lamentos de personas en agonía eran la música que escuchaba, distorsionadas por el eco, cadáveres de hombres y mujeres —cientos o tal vez miles— eran los que provocaban el hedor. En los rostros de todos ellos podía ver que sufrieron lo indecible, con heridas por todo el cuerpo, otros en realidad estaban mutilados y sus miembros faltantes apilados también: brazos, piernas, dedos, todo en otra pila tan enorme como la primera. Del lado opuesto había jaulas, incontables jaulas con personas dentro. Sufrían, pero ninguna de las jaulas tenía cerrojo o candado alguno. Sin embargo no huían. ¿Por qué? Algunos se herían a sí mismos, con uñas y dientes o golpeándose contra la reja. Otros, en su delirio creían que alguien más era quien los hería; algunos se aislaban haciéndose un ovillo, curiosamente eran los que tenían las jaulas más grandes, y en contraste había jaulas muy pequeñas en las que evidentemente estaban quienes sentían claustrofobia.

Noté que todos sufrían por decisión propia: todos podían salir y ninguno lo hacía. Al fondo del sótano, enormes estantes con frascos llenos de formol, cada uno contenía algo; algo que ya había notado les faltaba a todos los cadáveres y que indudablemente los enjaulados perderían en cierto momento. Miles de corazones en los frascos de formol. Todo aquello era una verdadera carnicería. Miles de frascos, cadáveres, víctimas. ¡Una locura! Al centro, todo instrumento utilizado en aquel horror sangriento: tenazas, pinzas, sierras manuales, cuchillos, tijeras, de todo: instrumentos quirúrgicos y rudimentarios, para matar de golpe y poco a poco, alambre de púas, cables con corriente que aún tenían carne quemada adherida debido a la descarga. Había también un caldero enorme de cobre, donde se estaba hirviendo carne en un asqueroso caldo de sangre y agua, y a un lado una mesa puesta para un servicio: un plato para sopa, un plato plano, una copa alta, un juego de cubiertos para carne y postre. Todo listo para servir lo que se guisaba en el caldero de cobre. Quise salir de ahí, correr y huir de esa carnicería humana, el olor de la sangre, de la carne putrefacta, de los desechos de los enjaulados, el formol, era totalmente nauseabundo. Sentí vértigo y caí, me arrastré por el piso, sobre la alfombra de sangre seca.

Tenía la vista nublada, no podía incorporarme, boca abajo en el piso y con la fuerza agotada lo ví, entre sombras distinguí su figura, borrosa; se acercó a mí, escuché su risa hueca. Sentí sus manos grotescas levantarme en vano. Supe que era inhumanamente fuerte. Su cuerpo bofo y amorfo tenía movimientos torpes, su respiración calentaba el lugar y su aliento era tan fétido como todos los olores de ahí juntos. Sus ojos rojos brillaban en ese enmohecido y oscuro sótano. Fueron lo último que distinguí antes de que me arrojara a una jaula pequeña. Se rió por segunda vez y se alejó. El ruido me hizo despertar. El olor de todo aquello irritaba mis ojos y garganta, sentí que me desmayaría de nuevo. Escuché cómo arrastraba un cadáver, luego, el ruido de cuchillos y sierras cortando carne y hueso. Nada. De nuevo ruido, ahora eran los instrumentos para cirugía, sacaría el corazón. En ese momento todo el lugar pareció contener la respiración: los lamentos cesaron, el puchero que hervía dejó de hacerlo, las ratas callaron su agudo chillar. Se oyó un gemido apagado y todo volvió a su horrenda armonía. Volví a desmayarme.

Al despertar lo escuché comer; supuse, el guiso que hervía cuando llegué, luego la carne recién cortada, tan solo pensarlo me hizo vomitar. Quería morirme o poder escapar, pero no podía, “debía” seguir escuchando. Recordé que las jaulas no tenían ningún candado, y quizá donde yo estaba tampoco, pero no podía moverme. No quería.

"Lo que hay en la casa es un ser que se mete en tu cabeza y busca entre tus deseos y miedos, toma la forma necesaria para seducirte, y que llegues a él. Para divertirse con tu dolor o devorarte desde adentro. Una vez que te elige, no puedes hacer nada, serás el próximo" —recordé. Ya no me parecían cuentos tontos.

Sentí un nuevo mareo. Lo escuche venir hacia mí. Abrí los ojos y estaba en mi cama, el hedor de ese lugar aún estaba en mi nariz. ¿Fue un sueño? No quiero pensar en eso, tal vez con el tiempo lo olvide y crea que fue un sueño, tal vez con el tiempo sea yo quien cuente la historia. No quiero mirar al final de la calle, no quiero ver esa última casa, las heridas. No quiero mirarlas. Sólo ellas me harán dudar si pasó o no, si soy o no parte de esa leyenda que algunas personas de la cuadra contaban.

13 agosto, 2013

Campanas.

Llegó al pueblo respondiendo a un anuncio de trabajo, estaba cansada y tenía mucho sueño pues eran las seis de la tarde de un nubloso día de enero. Le sorprendió la tranquilidad que se respiraba, pero más le sorprendió no ver a nadie por la calle, aunque era invierno en los pueblos costeros casi siempre hay gente por todas partes. Justo a medio bajar, la cuesta que conducía al muelle el coche se paró, cosa tremendamente rara si tenemos en cuenta que ella no pisaba el freno, pero el coche se negaba a moverse. Se bajó y miró a su alrededor, no había nadie que pudiera ayudarla pero no fue eso lo que más la inquieto sino el hecho de que no se oía nada…nada, ni siquiera el mar que estaba a unos veinte metros a su derecha.

Escuchó atentamente intentando captar sonidos, una televisión, una voz, tintinear de vasos…algo. Pensó en no ser tan aprensiva y buscar ayuda, en alguna parte tenía que haber un bar, tiendas o un centro policial. Empezó a sentirse mal cuando vio que todas las casas de la calle estaban tapiadas, y también las ventanas, debía haberse equivocado en el cruce anterior y que decididamente éste era un pueblo abandonado. Inesperadamente sonaron las campanas de la iglesia y al mismo tiempo se apagaron las luces de toda la calle, muy asustada corrió hacia el coche pero no podía encontrarlo ¡no estaba! Entonces oyó otro sonido y deseó que todo fuera silencioso como antes, era un alarido casi infrahumano, un grito de mujer, aterrador. 

No estaba sola después de todo, alguien gritaba como si le estuvieran arrancando la piel como si ¡ah! ¡el dolor! Un extraño dolor la aferró y le recorrió todo su cuerpo haciendo que se desmayara. Cuando despertó el dolor era insoportable y casi no veía, poco a poco se le aclaró la mente, seguía escuchando las campanas pero de una manera muy lejana, ya no oía el grito de mujer, ahora solo oía lamentos y gemidos, se sentía “como flotando” pero no podía moverse. Entonces se despejó por completo y comprendió, se saltó el cruce, el grito que oyó fue su propio grito y no podía oír el mar porque estaba dentro de el. Con todo su cuerpo roto no podía salir, se estaba ahogando, seria parte de la nada de aquel pueblo que nunca llegaría a ver. Solo pudo oír las campanas de la iglesia, que parecían tocar a muerto.

06 agosto, 2013

Esencia opaca.

En una habitación de un segundo piso de un barrio obrero de Londres cerca del centro de la ciudad, se escucha un aterrador grito, retumbando en todo el edificio. La dentista Grace Dylan y Agatha su ayudante, intentaban sacar una muela a un paciente, que estaba enloquecido por el dolor.
—Sostén al paciente que no para de moverse y no me deja trabajar. —dije.
Después de una media hora de lucha contra el molar, lo sacó y el paciente se retorció de dolor y empezó a fluir sangre del agujero enorme que había dejado.
—Corre, tapa la herida, que hay una hemorragia.
Agatha tapó la herida del paciente, su cara estaba desencajada y se había quedado pálido. Me sentía muy cansada, me lave las manos, mientras Agatha recogía todo y se despedía del paciente. Me quedé sentada delante de mi mesa, con los codos apoyados y las manos en la cabeza.
—¿Cómo te encuentras?
—Bien, cansada de este trabajo y de esta vida tan desgraciada que llevo.
—Bueno, hay gente por estos barrios que viven peor que nosotras y no tienen nada para poder sobrevivir dignamente.
—Es cierto, pero yo quisiera ir al centro y vivir con la gente rica.
—A lo mejor con el tiempo lo consigues, eres una buena dentista y te lo mereces.
—Gracias. Ya te puedes ir, yo me quedare un rato con mis papeles.
—Hasta mañana, ten cuidado. Recuerda que hace un año, hubo aquellos crímenes, que el asesino les sacaba los ojos a las pobres victimas, y la vigilancia por las calles ya no es como antes. No te vayas tarde y descansa.
—Si es cierto ya no lo recordaba, me iré ahora mismo. Hasta mañana.

Me quedé una hora, ya era tarde. Medio dormida cogí mi abrigo y cerré la puerta. Al salir a la calle, el frío nocturno recorrió mis huesos y me hizo temblar todo mi cuerpo. La niebla todavía no era densa y la visión era buena. Aunque Londres era la ciudad con mas habitantes del mundo, en el barrio parecía que habían desaparecidos todos, no había ni un alma. El barrio, era un gigantesco laberinto de callejuelas, en cuyas fachadas de las casas se veía la miserable pobreza que sufrían y su pequeña vivienda estaba a seis calles. 

Caminado, pensando en mi vida, junto al frió alojado en mi cuerpo intenté solucionar mi situación. Al girar una calle, me paré bruscamente al observar una figura humana con una capa y gorro, que estaba de espaldas a mí. Mi corazón se asusto y mis temblores ya no eran del frió si no de miedo. La sombra era semitransparente y se deslizaba sigilosamente sin tocar el suelo. Asustada me apoyo en la pared de la esquina para que no me viera. Pero la figura se paró, su cara giro hacia atrás. Se quedó unos segundo sin moverse, levantó su mano izquierda e hizo una señal para que le siguiera. No me pudo mover aunque quisiera, mis piernas se bloquearon y no tenía señal desde mi cerebro. La sombra continuó su aterrador camino, hacia algún destino tenebroso. Estuve un rato en la misma posición, hasta que mi cuerpo se despertó. Asustada y observando a mi alrededor, llegué a mi casa.
La noche fue larga, durmiendo por momentos y acompañadas de pesadillas. El día amaneció triste y oscuro. Como casi todos los días.

"Hoy sería un día diferente a los otros", pensé. Llegué tarde, Agatha ya había abierto.
—Tienes mala cara Grace, ¿no has dormido bien?
—No, tuve pesadillas y la noche se mi hizo muy larga.
—Ya tenemos más de cinco pacientes esperando en la sala.
—Bueno pues has pasar al primero.
El día transcurrió normal. hasta que el último paciente del día salió por la puerta.
—Te tendrías que tomar vacaciones y descansar unos días. —murmuró Agatha.
—Quizás tengas razón, estoy agotada y no dejo de pensar en mi vida. Un día de estos pondré un cartel en la puerta, que ponga cerrado por vacaciones en busca de mi vida. —respondió y se rieron las dos. No comenté nada a Agatha de la figura, no quería asustarla y no sabía si era real, o sólo una imaginación que tuve.
—Bueno yo me voy, te dejo con tus cosas, hasta mañana y cuídate.
—Gracias, lo intentaré, hasta mañana.
Estuve esperando en la silla, hasta la misma hora de la que salí ayer. Tenía curiosidad por verla otra vez.  Aunque mis sentimientos, eran de temor hacia algo desconocido. La personalidad y el carácter que tengo me hacían ser valiente, hasta esa noche.

Salí por la puerta a la misma hora, e hice el mismo recorrido. Cuando llegué a la esquina, asomé la cabeza, pero no había nadie, esperé unos minutos. Seguía sin aparecer nadie. Me dispuse a dar el primer paso para irme. Pero de la esquina de la calle surgió la figura, se quedó allí quieta y mirándome. Mi corazón se aceleró. La figura me hizo una señal para que fuera, así que no dude y me dispuse a seguirla. La sombra había girado la calle, avivé el paso y llegué a la esquina. Era una callejuela sin salida y no había nadie, me adentré en la calle y me detuve. Note una presencia detrás de mí, me gire y allí estaba.
Su cara semitransparente era la de un hombre, sonreía. Me sobrecogí al mismo tiempo que mi cuerpo empezó a temblar. Estuvimos un rato mirándonos. De mi boca salió unas palabras desgarradas por el miedo.
—¿Qué quiere de mi?
No hubo contestación, su sonrisa era mayor.
Velozmente y con un chillido agudo, se introdujo en mi cuerpo. Caí al suelo, me entraron convulsiones mientras gritaba y pataleaba en el adoquinado. Sentí un escalofrió terrorífico por mi cuerpo, mi mente se quedó en negro. Sentí como la muerte circulaba por todas mis venas, dejándolas vacías de vida, alcanzando hasta lo mas profundo de mi alma. Pasó velozmente una luz cegadora dentro de mí. Mi respiración jadeante se entrecortaba con mis gritos de angustia, sin sentir ningún dolor. Finalmente salió de mi cuerpo con un chillido aún más atroz. Me quedé inerte en el suelo, con los ojos en blanco. Me sentía vacía y al mismo tiempo viva. La figura me miró, su cara reflejaba felicidad. Alzó la mano y me saludó. Lo veía borroso. Estaba agotada. Me dijo adiós con la mano, y se deslizó entre la oscuridad de la noche. Tambaleándome me incorporé, me sentía extraña, como si se hubiera llevado algo del interior de mi cuerpo. Enseguida me repuse, me encontraba vigorosa. Me dirigí hacia mi casa, preguntándome, qué es lo que me había sucedido, tenia miedo de mi misma.
Llegué, y me encontraba muy nerviosa y mi cuerpo no paraba de temblar. Intenté dormir, y tuve pesadillas horribles.

Por la mañana me fui a trabajar. En la puerta estaba Agatha
—Hola Grace te encuentro radiante, ¿qué es lo te paso anoche para llegar de esta manera?
—Pues, no sé. —repuse—. Estoy feliz, supongo que he cambiado.
—¿De un día para otro? Qué facilidad.
Estuve unos días alegre, bromeando con Agatha, me sentía bien, pero por las noches tenía pesadillas. Mi entusiasmo y felicidad iba decayendo, hasta encontrarme cansada, sin ganas de hacer nada, mi personalidad cambió por completo, mi vida se iba apagando poco a poco. Una noche inconscientemente, me vestí, cogí un cuchillo de la cocina y salí a deambular por las oscuras calles, sin ningún destino y sin saber que es lo que andaba buscando. Sentía una necesidad inexplicable dentro de mi cuerpo, que pronto descubriría.

Vi un hombre de avanzada edad, que se dirigía hacia mí. Mi corazón empezó a latir fuertemente, mi mente se quedó en blanco y seguía ordenes de algo sobrenatural. Me acerqué a él, le dí las 'buenas noches', el hombre desconfiado y perplejo, me saludó. Al mismo tiempo que saqué el cuchillo de mi bolsillo, le agarré la cabeza con la mano izquierda y le desgarré la garganta. Sentí la carne deslizando sobre el filo del cuchillo. Empezó a brotar sangre, se puso las manos en la garganta intentando impedir que la sangre saliera de su vida. Agonizando e intentando de gritar, sin conseguir que saliera un grito desolador de su garganta rota. Actué rápido y me introduje en su cuerpo en busca de una luz que se extinguiría en pocos segundos. La ví y la absorbí. Salí de su cuerpo, y es cuando el agonizante hombre dejo de vivir.

Llegué a mi casa, me sentía mucho mejor, pero al mismo tiempo mi preocupación era horrible. Llegué a la conclusión de que para poder vivir tenía que matar, y desposeer sus almas. Estuve meses en esta situación tan horrible. Mataba solo cuando necesitaba vida. Dejé el trabajo y mi vida era insoportable, Agatha había días que venía para poder ayudarme a lo que me fuera necesario, pero yo la echaba, no me podía ayudar en nada.

Una noche pensé en la figura, que sería ella la quien me pudiera ayudar, mi mente intentaba comunicarse con ella, para poder verla. Esa noche salí al acecho de una nueva víctima, porque me falta vida. Pero para mi sorpresa me encontré con la figura. Nos miramos y le dije:
—No quiero vivir a si, no quiero seguir matando.
Se me quedo mirando, con una sonrisa irónica y diabólica a la vez, que me hizo estremecer de terror.
—No puedes cambiar el destino. —me dijo, con una voz increíblemente serena—. Tu matas a las personas que tienen que morir.
—Pero ¿por qué tienen que morir?
—Porque es su destino, eres tú quien las elige, para tu poder seguir viviendo.
—¡No! No quiero continuar con esto. —reproché—. ¿Qué debo hacer para dejar de matar?
—Nada, no puedes hacer nada.
—¡Ayúdame! —exclamé a punto de sollozar
Él rió y escuchaba su risa diabólica por mis oídos, como si la muerte llegara para llevarme con ella.
—Tienes dos elecciones. —propuso, sin dejar de reírse—. La primera es matarte, así quedas libre, y tu alma me pertenecerá. Y la segunda es entrar dentro de mi, buscar tu alma, cuando la poseas, saldrás y tu vida seguirá siendo insoportable, sin que tengas que matar. Elige la mejor opción, porque el destino ya lo tienes escrito. Y no podrás cambiarlo.
Me dejo desconcertada, pero no dude en introducirme en su cuerpo en busca de mi alma.

Así lo hice, habían cientos de almas, ví una que brillaba con más intensidad y la absorbí, pero no sucedía nada... esperé. Me encontraba atrapada dentro de su cuerpo.
¿Cómo me podía haber fiado de un diablo de almas perdidas? Mientras la figura se deslizaba por la tenebrosa oscuridad y su sonrisa triunfal se oía a muerte, yo me desvanecía en su interior convirtiéndome en una luz más. Y se reía, se reía de mí.

02 agosto, 2013

Óbito.

Me quedé con la boca abierta cuando lo vi por primera vez. Yo volvía del frío, de las tinieblas. Contemplarlo era un placer insostenible. Respiraba el extracto de mi ser al que no otorgaba el valor.
—Un mandato divino. —dije, mientras seguía mirándolo fijamente—. Una buena estudiada casualidad.
Miré la lámpara que se encontraba encendida, cerca mío. Luego bajé los ojos y volvía a encontrarme con él.
—¿Qué cosa quieres decir con eso? —preguntó, con su gruesa voz que me causó erizar la piel.
La luz acentuaba la opacidad con una brizna incrustada en mis tacones beige pálido. Una pequeña hoja verde oscuro dormía sobre aquel suave terciopelo. Pensaba en cómo se había quedado allí si la grama de mi jardín se había marchitado cuando él se había ido. 
—"Tengo la angustiante sensación de que la vida se me está escapando". —susurré, pues lo único que se me ocurrió fue citar un fragmento de Benedetti mientras me inclinaba para quitarme la hierba de mi calzado.
—¿Por qué no te enfocas en perseguirla? Es lo primordial en estos momentos. —preguntó.
Volví a él. La preocupación que cargaba encima hacía temblar un poco mis piernas, por lo que las crucé mientras mis alargados dedos posaban sobre mi muslo. 
—No la persigo porque perdí su rastro. —contesté, con voz tenue. Enseguida pensé en tratar de envolverme hacia sus palabras—. Ya no la encuentro, ni en cada espora de los átomos de un pétalo, ni en las metáforas de Borges o en algún cuento de Cortázar. —hice una pausa para tragar saliva pues sentía su mirada sofocándome, inhalé el frío aire y retomé mi respuesta—. Quizás cuando me encontraba tocando las cuerdas de mi guitarra la perdí. Me pregunta a ver si en alguno de mis parpadeos tú la hubieses visto.
Su cuerpo delgado, despreocupado en comparación al mío, ausente, vestido con un traje color de bruma por lo general callaba con frecuencia, pero escuchaba su atormentada mente detrás de sus largas bocadas de aire. Comprendí que algo tramaba, pues era extraño toparme con su presencia en mi departamento.
—En tus párpados no puedo lograr nada, quizás no sepa leer ni tu mirada. —reprochó, mientras yo notaba como la noche de desteñía en la suya, en sus pupilas. Sus labios seguían teniendo el color rosa ladrillo de la chimenea de fábrica de mi comedor, me distraje. Desolada, intrigada y oprimida quise decir algo pero continuó con su idea—. Quizás he visto la sombra de ella en algunos de tus escritos, quizás solo vi un reflejo y creí que podía haber visto lo que has perdido.
No leía nada sobre su rostro, porque no sentía nada. Pero cada vez que él podía, iba hacia mí, con sus ojos en los míos hasta que extrañamente tocó su camisa contra la tela de mi blusa, su rostro sensible que mecía un peral, ese rostro estaba muy cerca de mí. El pecado estaba en el fuego de mis mejillas.

01 agosto, 2013

La casa del silencio.

Perdida la inocencia, ya nada puedes esperar del ser humano. Recuerdos malditos que marcaron la triste infancia en soledad. Luchas internas en el corazón de un niño que llora a su madre y abraza a su padre sin ser correspondido. Nunca puede descansar un alma descarriada que pide a gritos algo de cariño. Un amor que nunca acarició su pelo ni acunó sus llantos. El mundo gira entorno al mal. Todos saben historias, cuentan sucesos alrededor del fuego. Pero el miedo, la realidad está aquí, entre nosotros. Una historia real, con un trágico final y una condena que se repite año tras año. La casa maldita de un pueblo dónde tuvo lugar un hecho atroz.

Sara vivía aferrada a su madre, quien nunca le dedicó más tiempo del necesario y más cariño del permitido. Su padre borracho azotaba constantemente a la pequeña. Los gritos eran constantes en ese hogar, gritos de rabia, de dolor y humillación. La madre, arrepentida de haber traído al mundo una niña a la que realmente nunca deseó, permitía que noche tras noche su hija fuera torturada por quien ella amaba ciegamente. En su habitación, la niña adormecía a sus muñecas acunándolas con cariño. Nunca le enseñaron a querer pero en su interior necesitaba cuidar de sus pequeñas para que nada malo les sucediera. Con el pasar de los tiempos, llegó Octubre de 1762 donde Sara falleció en su cama. Aquella noche su padre se ensañó de tal manera, que sus pequeñas manos apenas pudieron tapar su boca para dejar de suplicar y aguantar la paliza con resignación. Sábanas teñidas de sangre inocente dónde el calor humano nunca tuvo cabida.

Cuenta la historia que años más tardes los padres de Sara aparecieron muertos en su habitación. Nadie escuchó nada aquella noche. La muerte en silencio del que castiga contra los gritos de rabia del que se venga. Por la casa pasea Sara cuidando tranquila de sus muñecas y vigilando que nadie se atreva a perturbar esa casa dónde ahora reina la calma. No grites nunca si pasas por ahí, pues dicen que Sara se aparece a todos aquellos que molesten a sus pequeñas y no respeten la que es ahora conocida como la casa del silencio.