29 diciembre, 2012

Trance de un homicida.

Miró a sus pies y vio que un charco de sangre crecía poco a poco bajo él. Se llevó la mano a la cara, se tocó la mejilla y notó una extraña textura; al llevarla frente a sus ojos vio un espectáculo extremadamente macabro. En la noche oscura de París, frente a la Torre Eiffel, resaltaba la sonrisa de su cara al ver la sangre corriendo por su mano y extendiéndose por su brazo.

Aquel hombre había cumplido un sueño, llevar su mente al límite y sentir en sus venas la excitación de comprobar la perversidad del hombre. Había hundido la hoja del cuchillo en las vísceras del primer hombre que encontró en la calle, lo había retorcido y al sentir la sangre en su mano y llevarla hasta su boca había sonreído de una forma escalofriante. Seguidamente alzó su otra mano con la que sujetaba un cuchillo y, bajo la luna, resplandeció el filo lleno de sangre. París quedó iluminada por un instante, pero no se lograba distinguir si era por la luna llena o por la malévola sonrisa de aquel hombre.

La gente dormía placenteramente en su casas, sin saber que la humanidad había liberado a un monstruo. Nadie se imaginaba que una persona pudiera disfrutar tanto al sentir la sangre caliente correr por sus manos y al escuchar agonizar a un pobre inocente. Cada noche, hasta que las campanas celebraron su muerte, se podían escuchar desgarradores gritos suplicando clemencia. Por la mañana, un reguero de sangre desvelaba quien había sido la víctima de otro atroz crimen. Mientras tanto, un hombre, si es que se le puede llamar así, limpiaba meticulosamente su cuchillo a la vez que tramaba su próximo asesinato.

Con solo imaginarlo empezaba a sudar, se excitaba y una estruendosa y terrorífica risa resonaba en la habitación. Aquel hombre no murió por causas naturales, murió por gusto propio. Una noche nació en él la firme idea de experimentar nuevas sensaciones, así que sin pensárselo dos veces, cogió su cuchillo y lo hundió en su vientre. La sangre brotaba con frenesí y, por extraño que parezca, aquel hombre no sintió dolor sino un profundo placer al experimentar el mayor de los acontecimientos de la vida de un hombre: la muerte. Aquella noche su sonrisa no iluminó París, iluminó el mundo entero.

Si alguien le hubiera mirado a los ojos, y hubiera sobrevivido,
hubiese jurado que aquel hombre no tenía alma y era el mismísimo diablo.

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