13 diciembre, 2012

Epístola de trance.

En la mañana emergió la lluvia. La niebla que desprendía la ciudad, mantenía las últimas brumas del sueño pasado. Por un estrecho callejón, un hombre bordeaba las sucias aceras con paso paulatino; ocultándose en el viento frío, tratando de esquivar las miradas frenéticas de los peatones, los insultos a media voz y los empujones amenazantes. Le hubiera gustado mirar el cielo y entregarse al ritmo que llevaba la brisa, pero le era imposible puesto que algo le mantenía intranquilo: había soñado.

Durante largas noches se había conducido por los pantanos de su mente silenciosa, buscando al fin un sueño, anhelando despertarse sin ese sabor extraño y amargo de un intelecto en constante desvelo. Acaso sería demasiado caprichoso recordarse que en ocasiones se embriagaba con desesperación, deteniéndose con sensual deleite en cada gota de licor, golpeando su cabeza contra las paredes del camino a su casa buscando en la brusquedad del impacto algún sueño errante. Pero esta no era la ocasión. El hombre que hasta ese entonces deseaba soñar y que en ese anhelo fundaba toda esperanza, ahora se mostraba agitado, angustiado, extrañamente condenado. Había un sobre blanco.

Recordó de repente palabras de un sueño antiguo proferidas en un lenguaje extraño. Las murmuró; las repitió una y otra vez:
—Mi cerebro es el opio de los infelices, soy el verdugo y la víctima de esta extraña guerra de los dioses.
No siguió porque se sentía patético y era irrelevante reiterarlas. Fue inútil tratar de recordar otros datos del sueño. El sobre blanco se extendía hasta el infinito, pero al final del túnel no recordaba qué contenía aquel papel. Se maldijo.
—¿Por qué dentro de las infinitas posibilidades del cosmos, vivo en un universo en el que sueño con un sobre blanco? —pensó mientras sonreía de manera absurda, extrañamente incomprensible. Hubiera preferido tener un sueño profético. A parte, muchas noches sofocaron su mente buscando en vano algún tipo de oráculo que promulgara su perogrullada.

Al pasar por una pequeña plaza, y con el malhumor pesándole en los hombros, divisó una delgada silueta de mujer. Un pequeño escalofrío recorrió su cuerpo casi inerte y fue hacia aquella mujer silenciosa sintiéndose extrañamente dichoso. Le pareció que cumplía una misión eterna y vital. Casi por azar sus ojos bajaron, casi por azar encontró su sobre blanco, lo tenía en sus manos a punto de caer contra el asfalto. Asustado corrió pero algo le hizo detenerse, ella se perdía entre la gente sin que él, pudiera esquivar esa masa trágica y cruel. Las hojas de un sauce vecino repetían el sobre blanco. Siguió caminando y casi como en un espejismo vio a la mujer atravesando una pequeña calle, dejando caer lentamente aquel sobre. Él para su sorpresa elevó su velocidad y con furia recogió el sobre, levantó la mirada y ya no veía a la mujer.

En el crepúsculo de su vida, vio unas palabras escritas en el sobre. Las palabras sonaban en su cabeza como música prohibida. En vano las repetiría una y otra vez. Iba a seguir cruzando la calle cuando algo le atravesó el tronco y comprendió porqué había soñado. Su destino no le deparó la gloria ni la humillación, pero si lo absurdo. Cayó... un hilo de sangre y unas luces centelleantes fueron el último testigo, mientras otros hombres y mujeres que si verían el mundo de la siguiente mañana se arremolinaban junto a él.

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