16 septiembre, 2012

Rumania, tópico placer de tenerte a mi lado.

Tomé mi cartera y me levanté de la mesa dirigiéndome con la bandeja en mis manos a una papelera justo cuando un chico me tropieza haciendo que derrame aquel envase de salsa de tomate sobre mi camisa. ―¡Disculpa, disculpa! ―alarmó, mientras intentaba en vano de recoger el envase y evitar que se continuara botando sobre mí.
―No te preocupes ―respondí titubeando y observando anonada como mi camisa blanca se llenaba de manchas rojas como si fuera sangre.
―¡Oh Dios! ¡No fue mi intención de verdad andaba pendiente de otras cosas y me despisté!
―No es nada ―sonreí. Sus ojos se quedaron mirando fijamente los míos, por un momento me sentí perdida en el iris gris verdoso del hombre que tenía una sonrisa avergonzada ―. Yo veré como soluciono esto. ―le di la espalda y boté la bandeja que aún yacía en mis manos.
―Si te sirve de algo, puedes tomar mi chaqueta ―regresó a su silla y la tomó con gráciles movimientos.
―Es mucha molestia ―hice un gesto con los hombros y él suspiró.
―Para nada... ―hizo una pausa ―. Molestia la mía por tropezarme con usted ―extendió su chaqueta de cuero negra y me ayudó a ponérmela, no me quedó de otra que aceptar sin chistar mientras me embriagaba en su delicioso aroma.
―Gracias.
―Si no representa un inconveniente para usted, y como parte de mis disculpas por haberle arruinado su camisa... ―miró a ambos lados buscando a alguien pero lo hizo con tanta rapidez que cuando terminé de parpadear me pregunté si no me lo había imaginado, me miraba con picardía y con una sonrisa de medio lado ―. ¿Quisiera salir a cenar?
―Sería un placer ―dije con una sonrisa en mi cara, obviando el rubor que subía por mi nuca con el propósito de sonrojar mis mejillas. Me devolvió la sonrisa con un gesto cortés y caminé en dirección hacia la puerta del establecimiento.

Haciendo acopio de mi fuerza de voluntad, salí sin girarme a echarle una última mirada, di varios pasos en la fría acera que estaba alumbrada nada más por las luces de los locales que seguían abiertos dentro del establecimiento. Las luces de los autos pasaban fugaces a mi lado dándole color a la fría noche que me abrazaba con sus maquiavélicos brazos y una respiración agitada me hizo volverme, sacándome de mis pensamientos.

―No... No sé su nombre ―murmuró entrecortadamente a cierta distancia. Una sonrisa amable atravesó mis labios, pensé que más nunca lo volvería a ver.
―Es sólo un nombre, caballero. No hace falta...
―Para usted será sólo un nombre, pero para mí es la clave para verla de nuevo.
―Debería pedirle consejos a Da Vinci porque ese código suyo está malo. Me puede llamar Roberta, Manuela, Federica... O Segismunda.
―¿Segismunda? ―una risa ahogó el sonido del los autos en la calle y me robó una cálida sonrisa.
―El caso es que... ―hice una pausa calculada y me mordí el labio inferior, una brillante idea cruzó fugazmente mis pensamientos y dejé que la picardía fluyera por mi cuerpo cual sangre por mis venas ―. Póngame un nombre.
―¿Qué?
―Venga ya, póngame un nombre ―volvió a sonreír y acortó la distancia entre nosotros dando un paso cauteloso.
―Rumanía...
―¿Rumanía? ―espeté, esperaba algo como "Ana" o "María", su sonrisa se ensanchó marcándole unos hermosos hoyuelos, levanté las manos como si me estuviera dando por vencida ―. De acuerdo. Continué caminando y él me siguió.
―¿Y ahora qué? ―dijo, logrando que me girara a verlo nuevamente mientras metía las manos en los bolsillos de su pantalón, sólo entonces me percaté que mis piernas desnudas estaban erizadas y los tacones estaban torturándome los pies.
―Ya conoces mi nombre. Me verás a las 7 en el Mugaritz. ―detuve un taxi antes de que pudiera decir algo más y desaparecí calle abajo sintiendo su mirada en el vehículo.

Llegué a mi apartamento cuando el reloj marcaba las once y la ciudad estaba en completo silencio. Un largo suspiro atravesó mis labios al dejar la chaqueta de cuero sobre el escritorio junto a mis esperanzas, como hacía cada noche cuando me recordaba de que el mundo estaba lleno de viles mentirosos, de frívolos patanes y de pocos hombres que valían la pena. Me lo habían demostrado. Decidí que era mejor tomar una ducha renovadora que una ducha común. Abrí la llave y llené la bañera para sumergirme con todo y ropa. Me deslicé lentamente dejando que me cubriera como un manto de protección. El agua me tapó los oídos y cerré los ojos dejando que la presión me lavara los pensamientos, me erizó la piel y la ropa se me adhirió al cuerpo. «Rumanía...» Busque convencerme a mí misma de que los intentos por sacar al completo extraño de mi mente no eran en vano, y no tanto a él, sino al nombre. ¿Rumanía? ¿Como el país? ¿Era eso en serio? Resoplé, me despojé de la ropa y me deslicé dentro de una toalla... ¿Qué demonios estaba pensando? Era masoquista de mi parte abrirme de brazos en un bombardeo en el que siempre resultaba herida, porque no era yo la que disparaba, pero esta vez sería diferente.

Los días comenzaron a despegarse del calendario como las hojas caían de los árboles en primavera, con tal rapidez que parecía que el tiempo tuviera prisa por dejarnos atrás, con arrugas y canas. Me acerqué al restaurante Mugaritz a las 7 del día siguiente y esperé en la calle opuesta, sin la verdadera intención de cenar con él, sólo quería confirmar si mi plan maestro había funcionado como esperaba, si no era así, probablemente iría a mi casa a intentar matarme o algo por el estilo.

El pulso me retumbaba, las mejillas me acaloraban el rostro y las palmas de las manos me sudaban, no había experimentado eso con ningún hombre porque nunca había sido yo la que tuviera el control, siempre era yo quien se quedaba esperando, pero había aprendido de Jen que no podía dejar que me pisotearan y de Breaking Bad, que no podía ser yo la que estuviera detrás de la puerta sin saber que le dispararían, sino que tenía que ser yo la que tocara la puerta. A través de los ventanales pude observar su escultural figura sentada en una de las mesas casi al fondo, con una copa de vino y la carta del menú en la mano. Me estaba esperando. Con una sonrisa de satisfacción, suspiré, me apretujé en la chaqueta de cuero y continué caminando por la acera.

La segunda noche sucedió igual. Me acerqué sigilosamente como un gato hacia el establecimiento enfundada en su chaqueta de cuero, el reloj marcaba las 7:15 y no había rastro del extraño con sonrisa encantadora. Me daba por vencida y pretendía volver a mi casa decepcionada cuando, bajando a trompicones de un taxi y obligándome a esconderme detrás del callejón, lo vi aparecer con un ramo de rosas, el cabello despeinado y algo atolondrado. Sentí una punzada de culpa, pero no logró hacer que me acercara. Y a la tercera noche, haciendo acopio de "la tercera es la vencida", no me tomé la molestia de verificar horas antes si había hecho reservación esa noche, porque sabía que la había hecho, porque esa noche yo iba a ir. Me enfundé en mi mejor vestido de color negro ceñido al cuerpo, me pinté la boca de rojo y me encaramé sobre los tacones de aguja negros que había reservado para el primer hombre que hubiera pasado la prueba. Me recogí mis rulos rojizos en una cola y me coloqué rímel. Tremendo campeón que era este hombre, no sabía que podría jugarse el pase el infierno con cada mirada que me daba, con cada sonrisa que me dedicaba, con cada gesto.

Mi estómago era un manojo de nervios cuando me monté en el taxi, intenté mantener mi estómago conmigo pero cada vez que caía en un bache o daba una vuelta sentía que iba a vomitar. Así, también me recordaba que tenía todas las de ganar esta noche. Me retoqué el maquillaje y me eché perfume como si de repelente de insectos se tratara, el chófer tosió y se rió.
―Está usted muy bonita esta noche, señorita.
―Está usted siendo un baboso, caballero.
Las luces del restaurante aparecieron frente a mí y pensé que el taxista escucharía el frenético palpitar de mi corazón cuando me di cuenta de que había llegado. Una respiración honda, le entregué el dinero y me apeé del auto con un completo paroxismo en mi vientre. Mis tacones resonaron en la acera como si fuera el único ser en el mundo que hacía ruido, como si estuviera en una pequeña burbuja donde no entraba nadie. El gélido metal de la puerta me estremeció y mi mirada se encontró con la del hombre de ojos gris verdoso que estaba sentado en la misma mesa de las noches anteriores. Caminé en silencio, bamboleando las caderas y robándome el alma de los que me siguieron el paso con la mirada, como si fuera la reina Isabel… O Megan Fox.
―Pareciera que me recordabas más bonita, extraño.
―Rumanía… ―murmuró, más que un saludo pareció que miraba embelesado una aparición, un espectro, un fantasma.
―Pensé que habías sido un sueño… No me dijiste el día, he…
―Lo sé, has venido cada noche desde ese fortuito encuentro. ―me dedicó una cálida sonrisa y entrecerré los ojos mientras sonreía con malicia, el nudo de nervios se había despojado y ahora sólo tenía ganas de él.
Se tomó mi sonrisa triunfante como si fuera un trofeo, le indicó al mesonero que trajera unas copas de vino tinto y me dirigió otra mirada, de esas que te atraviesan el alma y parecen dejarte desnuda.

―Si gusta, puede sentarse. ―exclamó. Afirmé con una sonrisa, rodé la silla y tomé asiento de manera ligera. El mesero ya venía con el vino, así que tomé mi bolso y opté por guindarlo en el respaldar.
Cuando llegó a la mesa, bajó dos copas traslúcidas de cristal y en ellas sirvió aquella bebida que solo deseaba tomar hasta embriagarme. Alzó la copa mientras yo me quedé observando como el camarero se dirigía hacia el despacho. Al mirarlo a los ojos solo logré perderme en esa mirada clandestina.
―Salud porque en momentos de primavera dicen que el amor crece. ―sonrió.
―¿Y si es un experimento inconsciente? ―pregunté para ver si podía estremecerse. Bajó su copa y presionó sus labios.
―Lo interno no contabiliza el tiempo. ―en este momento sentí una incursión y solo pensaba en esforzarme por hacer preguntas percatantes, pero, no había entendido su respuesta.
―¿A qué te refieres? ―cuestioné.
―Cada metamorfosis es una vida ajena. ―tomó un sorbo de su vino.
―El primer sorbo de un brindis es algo como sagrado. ―murmuré mientras tomaba mi copa.
―Algo cierto. ―hizo una pausa ―. ¿Me concede una prórroga?
―¿Quiere que me muestre compasiva con usted? ―respondí en tono irónico.
―¿Quiere presumir ser la chica ruda cuando en realidad es una alegría vibrante?
―Está bien. ―alcé mi copa cerca de la suya ―. ¿Por qué podríamos brindar? ―mordí mis labios. Levantó su respaldar, tomó su copa y alzó el rostro detallando mis labios.
―Somos hebras de un pincel áspero. ―sonrió ―. Brindemos por el día de hoy porque somos la pintura.
―Razonable. ―susurré. Nuestras copas chocaron haciendo un ligero sonido―. Quizás esa pintura se desgaste.
―¿Ya piensas en lo que puede pasar horas después?
―No, es solo que de todas formas me he dejado tu chaqueta en mi casa, tengo que buscarla.
―¿Rumanía es el nuevo país de las maravillas?
―Podrías averiguarlo.

Sus labios rozaron insistentes los míos en la puerta de mi apartamento mientras rebuscaba en mi pequeño bolso las llaves. Abrí la puerta a tientas y nos adentramos, nada más con el sonido de las respiraciones agitadas resquebrajando el silencio. Rodeó mi cintura mientras sus labios se deslizaban por mi mandíbula y por mi cuello, presionó sus dientes contra el lóbulo de la oreja y se me escapó un gemido involuntario cuando sentí su mano subiendo por mi muslo. Mis dedos tuvieron un ligero tembleque mientras desabotonaba su camisa y dejaba al descubierto un pecho musculoso sin llegar a ser de piedra. La clase de hombres que me gustaban.
―¿Cómo es posible que no sé nada de ti, extraño? ―murmuré contra sus labios, él me besó nuevamente ―. Parece que me conocieras de toda la vida.
―O quizás de todas las anteriores. A veces tengo complejo de gato, sabes. ―una ligera risa me atravesó los labios llenando la sala con un cálido murmullo.
Deslizó los tirantes del vestido y mordisqueó mi hombro, sentía una estela de llamas en todos los lugares por donde sus manos rozaban. Me giró, quedando de espaldas a él, y pasó mi cabello hacia mi hombro derecho, dejando mi nuca al aire y el cierre de mi vestido. Por un momento nada más se escuchó el sonido del cierre bajar y cómo la prenda caía, me hizo girarme a verlo, dándole una cara a la luz y la otra a la oscuridad, como todos los objetos presentes que tenían una mitad negra y una mitad blanca, como el propio ying y yang. Quizás yo era la mitad negra.

―Rumanía… ―sus ojos divagaron por mi cuerpo y un brillo atravesó el mar grisáceo que éstos poseían ―. Has llegado a mi vida como una catástrofe hermosa, llevas las llamas contigo como si fueras el infierno mismo y la luna, aquí presente, acaricia tu cuerpo con una débil caricia de luz. Me pierdo en tus labios, me pierdo en tu cuerpo, me pierdo en ti.
Con una sonrisa en mi rostro, libré la vaga distancia que nos separaba y lo empujé al sofá colocando mis manos en sus hombros para reptar sobre él como las enredaderas en las paredes. Y dicho esto, el silencio de la habitación se llenó de gemidos, nuestros cuerpos tenían una fina capa de sudor que nos hacía brillar. La luna fue testigo en todo momento de cómo recorrió con sus labios cada poro de mi cuerpo y como memoricé cada lunar de su espalda, cada peca de sus hombros. Enterré mis uñas en sus hombros cuando el clímax me llegó como llega un tsunami a la orilla, rápido, sorpresivo y devastador.

Cuando me desperté por la mañana sentí su mano alrededor de mi cintura y su tranquila respiración en mi nuca. Le robé a la mañana el momento en el que sus ojos estaban cerrados y descansaba como un niño con las facciones serenas. Con cuidado me despojé de su abrazo y me levanté, me coloqué su camisa blanca que estaba en el suelo justo con el resto de la ropa. Pasé del baño a la cocina y monté el café cuando, como una gota de agua en el desierto, la carta que me había dado me picó un ojo desde la mesa, incitándome a leerla como si fuera un dulce para un carioso. Cuando despegué el dobles del sobre, la orilla rozó mi dedo como si fuera navaja y me sacó una gota de sangre que ennegreció la blancura del blanco papel, así como había comenzado todo el día en el que la salsa de tomate se deslizó por mi camisa.

"Querida Rumanía… Conocí tus edificios desde antes que se forjaran y me perdí en tu caos desde antes de conocerte. Conocí las grietas de tu crecimiento y los errores que te llevaban a los golpes del pueblo, pero como un país que surgió de entre la espesa penumbra como un as de luz, tu has surgido del mar de tu miedos como una sirena. Has vuelto a cautivarme cual adolescente es cautivado por los alucinógenos, con tus labios como portal a un paraíso indescriptible y tu piel tan trasparente como los deseos de Zeus. Conozco tu pasado, conozco tu presente y conoceré tu futuro, y es por eso que te conozco tanto. Irremediablemente eres muestra pura de una naturaleza perfecta. ¿Cómo no mostrarme atraído por tan hermosa figura? Sin excepción, eres aquella espuma en la arena de una ola genuina por la ribera. Quizás, antes de ti si supe con qué método podría existir tan gloriosa gota, pero, me concentré en planear con qué método podría no desaparecerse de la faz de la tierra. Tantos problemas tuyos, aquellos pensamientos suicidas. Tenía que hacer algo por ti a pesar de que deseabas un fin dramático para la historia de tu vida... ahí es cuando contacté a Jennifer, tu mejor amiga, porque era yo el que te aconsejaba con palabras a través de ella. Te veía como una esquela en mi periódico, debía saber de ti día tras día.
Aquella tarde en la que por accidente manché tu franela fue porque no sabía como llegar a ti sin que supieras mi nombre, mi vida o alguna información que te haga recordarme. Sí, estarás confusa pero es complicado hacer que todo parezca más fácil. Prosiguiendo, en mi bolso encontrarás otra camisa algo parecida a la que cargabas, te pido disculpas nuevamente por ese mal rato.
Y más allá de lo trivial y lo tópico, llegaste a ser parte de uno de mis pensamientos. Quizás podrás decir que estoy loco de cuerda o soy un estúpido, pero, no podía estar de brazos cruzados mientras tu vida se desprendía a pedazos. Aunque no sea un superhéroe solo quería darte razones por la cual todas las canciones me hablaban de ti. No queda un centímetro de espacio sin tu huella y, de ahora en adelante, un segundo de tiempo sin tu recuerdo.
Morderé más de mil veces el polvo del fracaso si no llego a conocer el sabor de tus labios y de tan solo pensarlo agonizo en que solo quede en mi mente la agradable dicha de besarte. Y es que decidí como iba a morir antes de haber aprendido a vivir, contigo. Si esta carta es lo primero que conseguiste sin conocerme, no pretendo que te convenza, puesto que solo es un corto desenlace de lo que puedes esperar de mí.
Un nuevo mañana, un nuevo despertar.
Firma: Sebastian".

Cuando mis ojos acariciaron la última palabra de la carta, escuché el movimiento inquieto de quién ha despertado de un sueño.
―¿Ru? ―preguntó con voz adormilada.

Con, Hillary Mendoza.
@Efimeera_

2 comentarios: