12 septiembre, 2012

Muesca de reflexión.

Después de cientos de quejas por parte de mi mamá estaba decidida a ir al odontólogo ya que teníamos previa cita. Eran las tres de la tarde y nos encontrábamos en unos bancos a las afueras de su consultorio. Me incliné tratando de tomar algo de sueño cuando escucho los pasos de unos tacones, era una gentil dama que sonriendo se alejaba.
—Srta. María Fernanda. —dijo al dulce secretaria mientras arreglaba un montón de papeles que tenía en su escritorio. —ya le toca.
Tomé mi chaqueta y le dije a mi madre que esperara afuera. Abrí la puerta y saludé al dentista. Me senté en aquella silla odontológica que se fue moviendo hacia atrás hasta dejarme algo acostada. Y prosiguió a revisar mis dientes.
—Tienes las encías algo inflamadas. —murmuró. Yo asistí con la cabeza.

Fueron aproximadamente unos treinta minutos. Luego, me dijo que me sentara en unas sillas cerca de su escritorio. Tomé mi chaqueta que se encontraba en mis piernas y la estiré en el respaldar del mueble. Me senté y vi la hora en aquel reloj que colgaba en la pared.
—Yo he tratado a muchas chicas pero, tengo curiosidad por esa mirada tuya. —me dijo el dentista mientras se sentaba en su butaca de cuero negro.
—¿Qué tiene mi mirada? —le respondí en tono de duda.
—Esa es la misma pregunta que me hago y es primera vez que dejo estos minutos de mi trabajo por sentarme a hablar con una paciente. —tomó sus manos y las colocó encima del escritorio.
—Pe pe pe... pero no... no sé de qué habla. —titubeé.
—¿Estas nerviosa?
—No, solo que, emm... no lo sé, es irónico que tenga que hablar de mi vida con un dentista. —respondí mirando de lado a lado.
—Si no me vieras en este consultorio y me encontraras en otro sitio, ¿ahí si hablarías de tu vida conmigo? —insistía.
—Eso creo.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó.
—La diferencia es que mis problemas son míos y son totalmente personales, no tengo porqué estárselos comentando a nadie y menos a un señor que gana dinero de la boca de los demás. —por unos instantes lo único que se me pasaba por la mente era «¿por qué respondí eso?», fue algo innato y lo primero que se me ocurrió.
—No te enfrasques. —dijo sutilmente.
—Ya lo estoy. —respondí mientras me levantaba de la silla.

Tomé mi chaqueta la guindé de mi brazo, miré a ver a mi odontólogo y vi que estaba recostado de su butaca mirándome fijamente. Mordí mis labios. El se levantó y se dirigió hacia mí. Nerviosa me di media vuelta para salir.
—Espera. —susurró mientras caminaba.
Respiré profundamente y volteé.
—Quiero hacer una pregunta si no es mucha molestia. —levantó las cejas.
—Sí, dígame.
—¿Dejaste ir a una persona hace poco? —guardó sus manos en los bolsillos de su bata.
—Algo así. —dije mientras solté un gran suspiro.
—Dejar ir a alguien es como sacarte un diente. —respondió con una sonrisa en su cara.
—¿Cómo así? —pregunté.
—Cuando te sacas un diente te sientes aliviada ¿no? —cuestionó con un gesto serio. Yo afirmé con mi cabeza —. Pues, ¿cuántas veces pasas tu lengua por el espacio donde estaba? Probablemente cientos de veces al día.
—Creo que tiene razón. —contesté ante aquel argumento.
—Solo porque no te dolía no significa que no lo notarás. Deja un vacío y algunas veces te ves a ti misma extrañándole terriblemente. Va a tomar un tiempo, pero... —hizo una pausa —. ¿Debiste dejar el diente? No, porque te causaba dolor. Entonces, sigue adelante y déjalo ir.
Me acerqué a el con una sonrisa y le di un abrazo.
—Muchas gracias. —alagué muy contenta.

Y así me di cuenta que...
si el tiempo no puede cerrar las heridas del corazón,
el coágulo queda incrustado en lo más hondo del alma y allí permanece.
Hasta que se reabren y se limpian con esmero.

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