22 septiembre, 2012

Cajetilla de satisfacción.

Habitación escalofriante con un par de cortinas cuya tela deshilada cuelga encima de un montón de muñecas viejas donde sus brazos y piernas se encuentran esparcidas por el suelo, un cama desarreglada, un par de almohadas chatas de tantos años y una gran cobija descocida hasta la mitad. Puertas del closet rayadas con pintura en spray color rojo, repisas con cientos de frascos con un leve olor a formol colado en el aire y ropa amontonada en un rincón del armario. Paredes del baño salpicadas con sangre y algunas manchas que perduraron encima de aquella vieja pintura. Cortes de electricidad a toda hora, tropiezos en plena oscuridad y quemaduras con los yesqueros al prender una vela. Sofás de cuero raspados por las garras de mis gatos, tapete desteñido por la caída de una taza de café y rastros de cerámica de aquella vasija rota. Sillas del comedor destrozadas, mesa partida por la mitad y un florero que se encontraba en todo el centro del suelo entre ambas partes del mueble totalmente intacto. Nube de polvo adherida a la superficie de los estantes, telarañas en las esquinas y una gotera que cae encima de una pequeña lata de metal donde guardaba mis anzuelos de pesca causando el óxido que manchaba la alfombra. Puertas y ventanas viejas que al abrir o cerrar hacen el típico ruido de una bisagra estropeada. Una nevera menoscabada al deteriorarse por el tiempo y gabinetes con trozos de mis uñas al tratar de escribir nombres sobre su superficie de madera. Un único pasillo que da acceso a la puerta principal donde la pared se encontraba magullada de tantos golpes, dos pequeñas plantas cuyos porrones estaban quebrados y un espejo totalmente íntegro.

Casa abandonada
y mi alma reflejada en cada paso que dan
en este humilde y desastroso hogar.



Era miércoles cuando detallaba la esfera plateada de su reloj nuevo.
—Ya falta poco. —pensó mientras tanteaba la parte posterior de su pantalón.
Bajó el cinturón para comprobar que la pistola estaba en su sitio. Esos actos reflejos hacen que se sienta más cómoda y relajada. Le gusta su trabajo. Siempre le ha gustado. Ella era una joven de unos 27 años, cabello liso color castaño oscuro, mejillas coloradas, pestañas largas, ojos miel y labios carnosos. Se levantaba temprano para tomar una ducha, preparar el desayuno, jugar con sus gatos y coger las llaves de su carro para dirigirse a su destino... sí, asesinar. Matar le producía algo más allá de la satisfacción personal. El poder que ella siente al acabar con otra vida simplemente le excita. Nunca se lo ha confesado a nadie pero es una sensación que le provoca reventarle los sesos a alguien.

Miró su reloj. 2:46pm y la espera se le hace más larga de lo previsto. Tiene ya ganas de entrar en acción. Suena su teléfono celular. Descuelga.
—¿Todo bien? —le preguntan.
—Bien. —responde y cuelga.
Aún están pasándole las órdenes definitivas, como se ve. Ya se las dirán en su momento. Tomó su teléfono  y llamó al jefe.
—Me limitaré a llevarme a la niña. —murmuró y colgó nuevamente.
Condujo hacia el colegio y se detuvo... todo sigue en orden. Padres de lo más serenos llevándose a sus mocosos para sus guaridas. Allí los alimentarán un día más maldiciéndose por no haberlos ahogado al nacer. ¡Pequeños bastardos! 3:37pm.
—Ya no tardarán. —pensó y automáticamente aparece el auto por la esquina superior del colegio —. Hago magia con el pensamiento.

Se abre la puerta del acompañante y baja uno de los gorilas. Chaqueta americana desabrochada, pistola con el seguro quitado preparada en la sobaquera y la mano derecha cerca de la tetilla izquierda para poder desenfundar con rapidez. Son profesionales y se nota. Pero ella es mejor, sin duda. El conductor baja del vehículo y mira en todas las direcciones controlando algún movimiento brusco que se presentara. El otro hombre se acerca a la puerta esperando que la profesora saque a la cría. Salen. Ella saca la pistola y le quita el silenciador. Ahora necesita ruido. Comprueba el cargador y arma la Beretta con suavidad para evitar que el «click» no la oiga nadie. Las balas detonantes están relucientes y preparadas para hacer su trabajo, como ella. Allá va. Rapidez y precisión. Cruzó la calle y levantó el brazo como saludando a su hija que sale del colegio en ese momento. Pone cara de llegar tarde y estar apurada. El conductor la mira y se controla mientras acaba de cruzar esquivando coches. Su pinta es demasiado vulgar. El otro tipo está dándose la vuelta para tomar a la cría que le entrega la maestra. Aprovecha. Saca el arma mientras sigue corriendo y su primera bala se dirige al ojo del chofer. ¡BANG! Ni se entera. La gente se agacha instantáneamente. Se oye un grito aislado. La detonación los ha asustado y desorientado. El otro matón no se agacha, cosa que ella ya esperaba. Desenfunda. Solo tarda un instante en ubicarla pero ya es demasiado tarde. Tarde para él, claro. Ella ha seguido corriendo y está justo a su espalda. ¡BANG! La bala le entra por la nuca y estalla dentro. Agarró la niña del brazo y tiró de ella. Notó resistencia y volteó. Es la maestra que ha tenido la desgracia de agarrarla cuando el primer tiro retumbó.
—No es su día de suerte. —dijo mientras inclinó su cuello hacia ella —. Lo que sí... es que éste es su último día de vida.
Le pegó un tiro en la boca porque le apeteció... por nada más.

Ella disfrutaba de romper lo monótono de su trabajo. La niña estaba a punto de gritar. Ella lo notó. Guardó su arma y le tapó la boca con la mano libre. Corrió con ella bajo el brazo hasta su coche aparcado unas cuadras más abajo. Lanzó a la criatura dentro y subió. Arrancó. Giró a la derecha, otra vez a la derecha y después a la izquierda. Bajó el puente elevado. Cruzó una plaza. Entró en pleno desorden de tráfico. La niña empezó a decir algo. La mujer giró el torso con violencia y le ahogó lo que iba a decir con un manotazo que le rompe el labio inferior. Se quedó callada y lívida. Lloró en silencio, aterrorizada. No debe tener más de 4 años.
—Así aprenderás una buena lección antes de meter la pata. —volteó su cuello para tener la mirada atenta al manejo.

5:40pm. Sale de la ciudad y llega a una arboleda perdida. Para el coche y espera. Cinco... diez... doce minutos. Suena el móvil.
—¿Ya? —dice una voz al otro extremo.
—Ya. —respondió.
—No le toques la cara. —hizo una pausa —. Solo mátala y déjala ahí.
—Está bien. —aseguró y colgó con suavidad.
No le gustaba derrochar dinero.
—¿Qué no la toque? —pensó —. Eso va a ser difícil.
Miró el labio de la pequeña. Estaba amoratado y sanguinolento. Se encogió de hombros. Sacó la pistola. Sacó el silenciador. Colocó el dispositivo en el cañón y giró hasta el tope. No quería escuchar ninguna explosión, solo quería silencio. Abrió los seguros del vehículo. Se bajó. Miró alrededor y no observó a nadie, aparentemente. No se fiaba... así que dio una pequeña vuelta por si acaso. No encontró a nadie. Vuelve al coche. Saca a la niña. La arrastra entre los árboles. La empuja contra un tronco y le apunta la cabeza. La mira... error, ve sus rulos dorados y sus ojos infantiles. Su mirada se dirige a su labio partido, se nota que le duele. En ese instante le llega el recuerdo de una prima pequeña de ella. La ve jugando entre sus brazos gozando de felicidad.
—¡Ya está bien! —repitió unas dos veces en su cabeza para dejar de imaginar.
Siente ira, algo que le hace hervir la sangre. Vuelve a la realidad. Mira a la pequeña otra vez y siente odio por ella. ¡PUFF! ¡PUFF! Dos balas le destrozan su cabeza, sus rulos dorados y sus ojos inocentes.
—Tu padre deberá entender el mensaje. —dijo como si aquel cadáver sin vida la pudiese escuchar. Se agachó y observó las perforaciones de las balas —. Esto no son más que negocios, pequeña. —hizo una pausa —. Nadie sabrá quitarle el pan de la boca a un mejor profesional. —sonrió de forma maléfica.
Se levantó y se dirigió a su domicilio para descansar.

Unas cuantas horas en carretera para regresar a su casa. Llegando, saluda al vigilante con hipocresía. Estaciona su auto en el porche y se baja. Camina hasta la puerta principal. Se detiene a buscar las llaves en su bolso. Da unos pasos para estar más cerca de la puerta cuando se da cuenta de que la cerradura está forzada. Cuela su mano por un lado de la chaqueta y saca la Beretta cuyo silenciador estaba ya adaptado al cañón. Empuja levemente la puerta y lo primero que encuentra son las sillas del comedor rotas, libros esparcidos por el suelo y todos los portaretratos quebrados con marcas de disparos. Una cólera de furor se apoderó de ella. Cargó su arma y entró con paso firme...

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