Jorge Luis Borges:

"De los diversos instrumentos inventados por el hombre, el más asombroso es el libro; todos los demás son extensiones de su cuerpo. Sólo el libro es una extensión de la imaginación y la memoria."

Billy Wilder:

"La televisión no ha podido acabar con el cine porque la gente quiere estar allí, quieren ser los primeros, quieren oír las risas de otras personas."

Théophile Gautier:

"Una de las glorias de la civilización sería el haber mejorado la suerte de los animales."

John Lennon:

"Algunos están dispuestos a cualquier cosa, menos a vivir aquí y ahora."

Woody Allen:

"El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores."

Menandro de Atenas:

"No es vergonzoso nacer pobre, lo es el llegar a serlo por acciones torpes."

Adolf Hitler:

"Sólo se combate por lo que se ama; solo se ama lo que se estima, y para estimar es necesario al menos conocer."

Gustavo Adolfo Bécquer:

"El alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada."

Marilyn Monroe:

"Era consciente de que pertenecía al público, pero no por mi físico o por mi belleza, sino porque nunca antes había pertenecido a nadie."

29 julio, 2013

Cuerpos ausentes.

Viniendo los recuerdos otra vez a verme, tuve la idea de barrerte a un rincón de soledad absoluta, puesto a que el nuevo sol rubio con el que encontré el sexo a las doce en el bar de la semana pasada, me había entregado la salvación, un desahogo que necesitaba en mis pozos de persona; pero seguía en las contradicciones, las típicas de cada ser alocado que miraba una simple conexión con un ser, y ése resultó ser él, quien logró contradecirte después de todo.

Se extendía por mí la idea de volver a probarle con tierra húmeda, esta vez en los linos incoloros para que se tiñesen de su fragancia nórdica, como si tejiera de nuevo los hilos para que resultasen semejar inodoros de ti, porque ahora se me antojaba el capricho de jugarnos sin tu existencia en mi mente. Así lo intenté con la llamada, pero sus ocupaciones me trajeron de vuelta adonde estaba, el cuarto vivo en el que tú aún residías sin estar, porque te habías ido quedándote en mi adentro, y pese a eso, no te quería ya en él.

Entonces busqué nuevamente la calle.

16 julio, 2013

Lluvia.

Las gotas de lluvia caían fuertemente sobre su rostro, y parecían castigarlo involuntariamente por la decisión que había tomado. Su andar se hacía cada vez más presuroso, el sudor en sus manos era inevitable, la respiración acelerada empezaba a hacerse una molestia y ese mortificante ruido de las gotas cayendo comenzaba a desquiciarlo. La resolución a la que había llegado luego de intensas horas de meditación echado en la cama mirando el techo de la habitación del Hotel, estaba royendo su interior al mismo tiempo que descubría todos sus miedos. Algunos de los cuales nunca había llegado a conocer.

Esperaba haber tomado la decisión correcta. Eran quince años que se iban a la basura, quince años compartiendo con aquella persona por la que ahora decidía, pero ¿quién era él para hacerlo?, ¿quién le había dado ese derecho?, ¿cómo había llegado hasta este punto? De algo estaba seguro… debía de hacerlo.  Marisol yacía dormida a su lado tapada únicamente por las sábanas blancas que momentos antes habían sido testigos de una vorágine de deseo, excitación y culpa, la culpa que ahora acompañaría a Sebastián para siempre y de la que no podría desembarazarse jamás; pero que podía sospechar aquella, que dormida y en un mundo utópico, soñaba seguramente con los días que les esperaban juntos, la casa de playa en Brasil, los hijos que tendrían juntos, los años cargados de felicidad a los que se encaminaban, y el amor. El amor que no se desvanece nunca en una joven como ella, el amor que parece durar para siempre en los bellos corazones juveniles, esos corazones lozanos que llenos del sentimiento perfecto nunca sospechan lo que el tiempo les tiene preparados, y caen rendidos al percatarse de que lo que alguna vez sintieron ya no existe más. Sebastián si lo sabía y conocía muy bien aquella sensación, conocía y comprendía a ese cazador de corazones que lo había despojado del sentimiento que alguna vez compartió con Paula.

Así pues, se levantó de la cama, se vistió y con un beso en la frente se despidió de su diosa de cabellos de oro, aún dormida e ignorante por las mentiras de su hombre, ignorante de lo que compañero realizaría en algunas horas. Salió a la calle y un viento gélido cargado de gotas de lluvia le dio de lleno en el rostro. Paula se encontraba haciendo yoga en su habitación del segundo piso como todas las tardes, sus delicados dedos tocaban las puntas de sus pies y su morena cabellera caía sobre sus piernas ocultándole el rostro. Se hallaba totalmente relajada, su respiración era lenta y pausada, una extraña sensación de calma la invadía, pero no era la misma sensación de todos los días, esta calma la invadía como invade el fuego las habitaciones de una casa siniestrada y se abre paso llevando a cenizas todo lo que encuentra. Era una calma resignada, un sosiego que había sido obligado a guardar silencio… al menos por el momento. Sebastián se halló frente a la puerta de su casa, la abrió y empujó hacia adelante, el viento frío a sus espaldas parecía impulsarlo hacia adentro en un afán por desear que acabara con todo de una vez. Pero él de pie en el vano de aquella puerta luchaba por encontrar las fuerzas y el aplomo necesario para cometer su crimen. Por suerte aún debía esperar hasta la noche.

Subió las escaleras y abrió suavemente la puerta de su habitación encontrando a Sofía en una extraña posición, arrodillada y de espaldas con los brazos y piernas hacia atrás, la hermosa mujer tocaba con los dedos de sus manos los de los pies, haciendo la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y la mente despojada de toda realidad. Esta vez sus cabellos dejaban ver el hermoso rostro de la muchacha. ¡Dios! Se veía tan serena. El sonido de los pasos de Sebastián acercándose hacia ella, la arrancó del estado casi catatónico en que se encontraba y en un segundo volvió a ser parte otra vez de la segadora realidad. Una sonrisa compartida y un par de palabras triviales fueron suficientes, Sebastián se retiro al cuarto de estudio y Paula continuó con su rutina.

La tarde se hacía cada vez más oscura y la hora se avecinaba, Sebastián sentado en un antiguo sillón colonial sostenía un libro en su mano, “El hombre en busca del sentido” decía la cubierta, pero no lograba concentrarse en la lectura. No… ni Viktor Frankl, ni nadie lograría sacar de su mente aquella víbora de culpa que arremetía con afilados colmillos contra él. Pero todo ya había sido planeado con anticipación, sería hoy el día, los pasajes habían sido comprados, el vuelo salía hoy a media noche, las cuentas habían sido trasladas y la vieja Smith&Wesson de su padre pugnaba por salir de la caja fuerte de detrás de la puerta falsa del librero. Se acercaba la hora… la cena estaba lista. Ambos se sentaron y comentaron su día, aunque algo nervioso aún, Sebastián había logrado dejar de lado los sentimientos que le aquejaban, se había convencido con la vieja frase que todo subsana, aquella por la cual han muerto tantos: “El fin justifica los medios”.

La sopa de verduras estuvo deliciosa y aunque un tanto amarga, Sebastián pensó: Una vez más la siempre predecible Paula experimentando con la comida, pero esta vez sí que se había excedido con el orégano, qué más da, en unos instantes eso ya no importaría. Paula tan alegre como siempre le hablaba sobre la pelea que había tenido con Carla Miller, al parecer habían discutido en el club por algo que según ella no valía la pena comentar. Al pasar los minutos, Sebastián ansiaba cada vez más y más deshacerse de ella, y aunque escuchaba sin prestar atención todo lo que su esposa le decía, se preguntaba porqué tardaba tanto en llevar a cabo el plan, porqué sus brazos no se levantaban, sacaban el arma oculta bajo su cinturón y apuntaba a su cabeza, porqué se sentía tan cansado de repente, ¿sería tal vez el mantenerse escuchando la tediosa plática de su mujer, lleno de problemas insulsos lo que estuviera agotándolo? De pronto, Paula dejo de hablar, y se disculpó diciendo que volvería en un segundo.

Sebastián ahora se sentía algo mareado y la sopa frente a él reflejaba un rostro pálido y deforme, el movimiento de sus extremidades se volvía casi imposible, y esa amarga sensación en la garganta se acrecentaba cada vez más llenando su boca de un sabor repugnante. Por fin Paula regresó, y dejando unos papeles sobre la mesa miró fijamente a lo que quedaba de Sebastián sin decir una palabra. En un esfuerzo sobrehumano el moribundo pasó la mirada por lo que parecían dos boletos de avión y unas cuantas fotos de él y Marisol. Un manto negro cubrió la escena y un silencio ensordecedor empañó el ambiente, un silencio lleno de preguntas, preguntas cuya respuesta Sebastián no conocería nunca, pero a la vez tan lleno de explicaciones sobreentendidas, un silencio de fuego… sí, fuego que Paula dejaba, se llevara a cenizas todos los recuerdos y sentimientos compasivos que alguna vez tuvo. Ahora estos yacían hechos un cúmulo negro en el interior de su cabeza.

El silencio pareció romperse de repente con una risa burlona, que heló aún más la frágil alma del confundido hombre, seguido de las últimas palabras que escucharía en vida.
—Creíste que jamás me daría cuenta. Lo sabía desde hace meses Seba, pudiste haber seguido con esta farsa pero tuviste que desear más. ¿Siempre te gustó tener el control de todo, cierto? Pues ahora mírate, hecho nada, sin poder moverte y si esto te ocurrió a ti, nada más espera lo que le tengo preparado a esa ramera. Ahora sí estarán juntos para siempre.
Luego, la voz que entonaba estas palabras deformó en un único sonido: el de la lluvia cayendo fuertemente contra la acera, y una lágrima que pareció nacer de la nada dio contra el fino parqué sin ser notada, la fuerte lluvia de afuera no dejó escuchar la caída de la que fuera la última muestra de afecto de un moribundo cuyo plan había sido destrozado.

14 julio, 2013

Preciso sueño sobre tí.

—Escribe una vida conmigo.
—Vamos a escribir una vida juntos. —respondió, con una sonrisa que a penas se notaba en su rostro.
Sus pasos se acentuaban más a medida que pasaba el tiempo marcado por el segundero. Mi piel se erizó al sentir su boca rozando mi cuello y su aliento que se desbordaba lentamente sobre mí.
—Tú por tu parte, y yo por mi parte. —añadió, susurrándolo a mi oído y acariciando levemente mis mejillas.
Mis ojos se cerraron por un breve instante mientras su piel se iba de la mía, mientras sus pasos se escuchaban cada vez más lejos.
—¿Por qué separados? —pregunté en tono alto—. ¿Por qué tanta distancia si quiero tener tus labios con los míos?
Él se percató de lo agitaba que estaba, pero aún así no le importó. Sólo se dio media vuelta para decirme:
"Porque la distancia es el control del deseo, porque sin distancia simplemente no existiera deseo".
Fruncí el ceño al escuchar tales palabras, me relajé y sonreí, tenía una idea. Él rápidamente percató algo.

Crucé mis piernas y comencé a desabotonar mi blusa roja pero me detuve.
—Quiero la parte de ti que te niegas a dar. —dije con firmeza.
Él se acercó, pero al estar a pocos pasos de mí, se detuvo.
—No la pidas, consíguela. —hizo una pausa mientras humedecía sus labios con su lengua—. Porque sinceramente no la encuentro.
—Nunca te has encontrado, pero pasan los días y te pierdes más.
Él afirmó con la cabeza.
—Es como si estuviese en un laberinto sin querer salir. —me contó.
Me levanté y caminé hacia él. A medida que estaba más cerca, más se sentía la tensión entre nuestros cuerpos. Como par de extraños que en alguna ocasión se conocieron.
—Quizá nos encontremos en algún camino desorientado. 
—Quizá te encuentre en la misma fase que mi propio paso. —susurró mientras tomaba mi cuello para darme aquel beso apasionado que tanto esperé que sucediera.

05 julio, 2013

Otro camino.

Aquel día, fue el peor de todos...
La reunión se había alargado muchísimo más de lo previsto y comenzaba mi viaje de vuelta a casa ya casi llegando la noche. Me dolía la espalda de estar todo el día sentada en la sala de reuniones y me ardía el cerebro de todo lo que tuve que aguantar. Para colmo, comenzó a nevar al poco de salir de mi región. En lugar de irme por la autovía, decidí volver a mi casa por carretera nacional, el trayecto era muchísimo peor porque atravesaba las montañas y habían muchas curvas, pero me ahorraba casi cien kilómetros por este sitio.

Metí el último CD de U2, y enfilé la carretera que se presentaba bastante solitaria a aquellas horas. La nieve cada vez era más intensa y el asfalto comenzaba a teñirse de gris brillante bajo la luz blanca de mis focos. Aminorando la velocidad, conducía con los músculos tensados por temor a que el coche me patinara en alguna de aquellas curvas solitarias, a la vez que maldecía la reunión de aquel día. La carretera, ya recorriendo las oscuras montañas, se estrechaba por momentos y atravesaba pequeños pueblos, apenas iluminados por tristes farolas de luz amarillenta que me recordaban un poco a la luz de noche que les ponen los padres en su habitación. Aunque hacía bastante frío, los nervios acumulados durante el día y la engorrosa conducción por aquel peligroso asfalto me hacían sudar las manos y la espalda.

Hace muchísimos kilómetros que había dejado atrás el último pueblo cuando llegué a éste. Apenas seis o siete casas al borde de la carretera. Casas recias de paredes de piedra y tejados de pálidas tejas, hundidos algunos por el paso del tiempo y el desuso. Unas viejas bombillas adosadas a las paredes de alguna casa eran el único indicativo de presencia humana en aquel lugar en los últimos tiempos. Al cruzar ante la primera casa, mi coche se paró, así, sin más... todo dejó de funcionar. Se apagó todo el sistema eléctrico y el motor se silenció al instante dejándome allí tirada en medio de la nada. Tras dar un par de golpes al volante desahogando mi la rabia por la mala suerte, agarré el móvil para avisar al seguro y que me mandara una grúa. ¡Maldita miseria! No tenía cobertura.

Desempañé con el brazo los cristales, que a los pocos minutos de pararse el coche se habían vuelto del todo opacos y observé las fantasmagóricas casas en busca de alguna luz en alguna ventana o resquicio, donde quizás hubiese alguien al quien pedir ayuda. Absolutamente nada. Encendí un cigarro y bajé del coche, subiéndome el cuello de la chaqueta y caminando medio encorvada por el frío me dispuse a inspeccionar más de cerca las casas. Una a una, fui tocando a las puertas sin ningún resultado hasta llegar a la última, en la parte opuesta de donde estaba el coche. Mi nerviosismo iba en aumento pensando ya que quizás, como punto culminante de aquel asqueroso día, tendría que pasar la noche tiritando de frío dentro del carro. Cuando di media vuelta para volver al él, la vi.

Justo enfrente de mi coche, a unos doscientos metros de mí, había una mujer que me observaba sin mover un solo músculo, vestía una especie de camisón blanco y observé que estaba descalza sobre la nieve, con los brazos caídos en los laterales y la cabeza ligeramente agachada. Era alta, de piel muy pálida y tenía el pelo muy corto, como rapado. Le di un grito levantando la mano, sabía que me miraba, pero fue lo primero que se me ocurrió. No se inmutó ante mis aspavientos. Comencé a caminar hacia ella bajo la nieve un tanto acojonado por sus espectral figura, mientras me acercaba, fui enfocando mejor su silueta y su rostro. La parte baja de vestido parecía estar sucia, como de barro y algo rojizo que no supe interpretar, y su rostro, que al principio me pareció de una mujer joven, comenzó a mostrarme signos de anticipada vejez. Me acerqué un poco más….hasta que vi su mirada vacía. Sus ojos eran completamente blancos e inexpresivos, no tenía pupilas. Totalmente aterrada, me paré en seco a escasos metros de ella. Movió lentamente su brazo derecho separándolo un poco de su cuerpo y en su mano vi que sostenía una hoz, de las que se usan en el campo para segar las malas hierbas. Por un momento el corazón se me salió por la boca, petrificada allí en medio de la nevada de puro pavor ante aquello que me estaba sucediendo.

En un segundo, aquella mujer arrancó a correr hacia mí de una forma totalmente sobrehumana, mi cuerpo, automáticamente (porque yo no tenía control sobre el por el miedo) dio media vuelta y corrió también todo lo que pudo delante de aquel espantoso ser. En mi cabeza se mezclaban mil pensamientos a la vez. "¿Qué era aquella cosa? ¿Cómo era posible que corriera de forma tan veloz? ¿Qué coño iba a hacer yo más que correr?". Dejé las casas atrás y continué corriendo por la oscura carretera, que en aquellos momentos ya se había convertido en un manto de frío hielo. Escuchaba sus rápidas pisadas tras de mí, cada vez más cerca. Comenzó a emitir un extraño sonido, como un grito muy agudo que se me clavaba en los oídos punzándome los músculos y no dejándome correr tan apenas. Cada vez más cerca, me dolían los costados, cada vez ese grito más fuerte, no podía correr más, las piernas se me engarrotaban, no podía coordinar ya mis movimientos, ya notaba su aliento en mi espalda... ya no me quedaba aliento, mis ojos derramaban lágrimas y me escocían de puro miedo. Noté como mi velocidad disminuía y sumido completamente en aquella oscuridad, esperé ya la punzada de su hoz en mi espalda de forma irremediable. Di mis últimas zancadas totalmente derrotada, ya estaba, ya no podía más, caí de rodillas sobre la nieve y me vinieron a la cabeza imágenes de mi esposo, pensé que mañana tenía que invitarlo a cenar... el espantoso grito cesó de pronto, el sonido de las rápidas pisadas de aquel ser llegaron nítidas a mis oídos, primero desde atrás, luego me atravesaron y después las escuche alejarse frente a mí hasta que todo quedó sumido en el más completo silencio.

Arrodillada en medio de ningún lugar, congelada de frío y todavía con convulsiones de puro terror, vomité de agonía y lloré como jamás lo había hecho. Volví arrastrando mis pies hasta mi coche, encendí a duras penas otro cigarro que se consumió entre mis dedos lentamente. Le di al contacto y arrancó a la primera. Di media vuelta y volví por la carretera en busca del enlace con la autovía.

04 julio, 2013

Una noche gris.

La luz mortecina y grisácea de esa noche de luna llena empapaba el clima sombrío de un aire retro. Mis pies me conducían por baldosas de cristal, que reflejaban a la delgada figura persiguiéndome a un paso mecánico.

Miré con cuidado su aspecto, flaco y alto, un tanto anormal. Sentí sus ojos clavados en mí, y por primera vez en toda la noche me detuve y giré. Él posaba despreocupado, pero mirándome decidido a matar. Concluí por correr hasta el centro de la ciudad.

Tomé aire, hasta casi rasgar la base de mis pulmones y corrí con todas mis fuerzas, visualizando un punto al que alcanzar. Cuando sentí el elixir de la vida escapándose por los poros de mi piel, una ventisca me dio ánimos y me impulsó con más fuerza. Miré atrás corriendo como un frenético… y un espasmo de dolor, recorrió mi médula propagándose en calambre por mi pierna. Ya no podía correr, ni respirar.

Desperté en la siguiente calle. Dos policías y una mujer me observaban preocupados. Les pregunté si vieron al psicópata, y me aseguraron que solo estaba yo, pálido y tendido en la calle… Mi psicólogo dice que sólo fue mi sombra mientras que yo afirmo que alguien me persigue.

02 julio, 2013

Recuerdo pulverizado.

Tras tantos meses, Sofía se extrañó y se estremeció en cierto modo al observar en la pantalla de su celular aquel nombre. John había traído algo parecido a la felicidad, a su vida un día, pero todo se había ido quebrando hasta el punto en que el nombre de aquel chico ya no le aportaba sensación especial alguna, su corazón se había inmunizado ante su persona. Al menos eso había creído hasta aquel instante.

John quería verla de nuevo, después de tantos meses sin apenas mantener una conversación fluida. En un principio aquello la había desconcertado, y construyó sin dificultad pocas vagas hipótesis en relación con ello tras leer su SMS. Sin embargo, allí estaba, frente al umbral de la puerta de la modesta casa en la que vivía junto con sus padres.

Sin saber exactamente qué la había llevado finalmente allí, sospechando que el aprecio que naturalmente mantenía aún hacia él era el que la había impulsado a ello, llamó al timbre. Se sorprendió pensando en que la mujer tras la puerta era su suegra que había envejecido en menos de un año, hasta el punto en que dudó si era realmente ella quien le había abierto la puerta y a quien tenía frente así, estudiándola, pero sí, era ella.
—Vaya Sofía… qué sorpresa. —dijo ella. La mujer le obsequió con una sonrisa, sincera en apariencia—. ¿Qué te trae por aquí después de todo este tiempo?
—Bueno… —su voz pareció fallarle por unos momentos y se vio obligada a carraspear—. venía a ver a John… me ha dicho que quería verme.
—Claro, pasa por favor. —instó, tras un momento de vacilación quizá demasiado pronunciado que no pasó desapercibido para Sofía. La muchacha avanzó por los pasillos tras la mujer. A pesar de que el mobiliario y los objetos decorativos respondían a una situación bastante diferente con respecto a la última vez que había estado allí, no pudo evitar que una plomiza sensación de melancolía la embargase en aquellos momentos.

No importaba que hubiera sido capaz de rehacer su vida ni que sintiese que por primera vez era plenamente feliz, todo ello quedó súbitamente en un segundo plano, enterrado por violentos recuerdos de lo que un día pudo ser y no fue. Fue algo que en el momento se le antojó inexplicable.
—John está arriba, en su cuarto, como siempre. —indicó Ana, como Sofía recordó que aquella mujer se llamaba. Ella asintió y se encaminó con paso calmado hacia las escaleras que comunicaban con la planta superior.
Mientras subía, un repentino temor la asoló y se recordó que hacía demasiado tiempo que no veía a John, que no sabía si el que se encontraría tras la puerta de su cuarto sería la misma persona a la que un día creía haber amado, o si habría cambiado víctima de las circunstancias. Pensó que quizás todo aquello no era una buena idea al fin y al cabo, pero por algún motivo no quiso volver atrás, y se adentró en el estrecho pasillo al final del cual se encontraba la susodicha habitación. La luz no estaba encendida y ello contribuía a que se diese un ambiente más lóbrego a medida que Sofía se adentraba y avanzaba entre las dos paredes. Solo detectó la presencia de la puerta cuando observó una fina línea de luz, que como una lengua surgía a través de la ranura inferior de la puerta y se reflejaba en el suelo. Esperó unos instantes una vez que se encontró frente a ella, y la golpeó dos veces con el puño de su mano diestra. Después esperó, y al otro lado tan solo percibió el más profundo silencio: ni un vago indicio de movimiento. Llamó de nuevo, esta vez más fuerte, pero tampoco obtuvo resultados. Finalmente, pensó que quizá John estaría durmiendo y por eso no la escuchaba, por lo que giró el pomo de la puerta dispuesta a atravesarla.

Lo que vio una vez dentro la golpeó como una gélida corriente de aire y la paralizó. La visión de aquella estancia tal y como la recordaba, sin ningún tipo de cambio ni siquiera en algún detalle, la sobrecogió sin motivo. El mismo orden casi enfermizo del que John hacía gala, se apreciaba en la perfecta situación de los numerosos libros en sus estantes, y en la distribución de los objetos sobre el escritorio que ocupaba gran parte de la pared opuesta, junto a la ventana. La persiana estaba a medio subir, y recordó que a su amigo le gustaba así, y odiaba la claridad que se filtraba a través de los cristales en las tardes. Las paredes seguían cubiertas de descomunales pósters de Avenged Sevenfold, su grupo favorito, y la mochila roja que utilizaba desde hacía años había sido depositada en una esquina. Sobre el escritorio, Sofía reparó en la única nota discordante, lo que rompía el perfecto orden: una bandeja con un plato de sopa intacto y un vaso de agua.

Como queriendo validar su hipótesis, un lejano sonido de pasos acercándose a través del pasillo llegó a sus oídos. Sofía supuso que sería John y se sentó a esperarle en la cama. Inconscientemente, deslizó su mano sobre las sábanas más superficiales, y una densa capa de polvo se adhirió a sus dedos. Sólo entonces supo que algo iba mal.

Ana entró por la puerta y de modo impasible, casi mecánico, retiró la bandeja con el plato de sopa y la sustituyó por otra sobre la cual descansaba un humeante plato de macarrones.
—Cada día comes menos, John. Cualquier día te despertarás en los huesos. —advirtió dirigiendo su mirada hacia el lecho, justo a la derecha de la posición de Sofía.
Posteriormente, le dirigió una afable mirada y salió de la habitación sin mediar palabra. Sofía se levantó como un resorte cuando en su mente comenzó a fraguarse una idea de otro modo tan descabellada que atentaría contra la más básica cordura. Estudió su alrededor con fugaces vistazos, como si de pronto sintiese que alguien espiaba sus movimientos. Un violento temblor comenzó a recorrer su cuerpo. Incluso con el rostro congestionado a causa del pánico y el desconcierto, John pensó que Sofía era tremendamente bella, y que sus rasgos mostraban la misma calidez que el primer día que la había visto.

Se aseguró de que llevaba meses esperando el momento de volver a verla, y una reconfortante paz le invadió. Sabía que ella no podía verle, ni siquiera oírle, pero era algo a lo que había renunciado hacía meses y que ya había asimilado, tanto él como las personas que le rodeaban. Tan solo su madre continuaba hablándole en monólogos como si realmente él respondiese a sus preguntas. Su perturbada mente formulaba las preguntas, y a la vez creaba las respuestas. Todos la tenían por loca cuando subía algo para comer a un cuarto vacío que nadie había limpiado desde que él ya no lo ocupaba, aunque quizá no lo hubiese abandonado del todo al fin y al cabo. 

Ana desarrollaba su habitual rutina como si nunca hubiera visto consumirse la vida de su hijo ante sus ojos. Soportaba su día a día como si alguna vez John hubiera podido olvidar a Sofía y superarlo, como si aquella fatídica madrugada en la que el chico había decidido terminar con todo hubiese sido tan solo la peor de sus pesadillas.