26 noviembre, 2012

Emparedado de vacío.

Estaba sentada en el patio de mi casa,
leyendo,
en una tarde como muchas.
Leía una típica novela francesa,
o al menos trataba.

Estaba el Sol y sus rayos de verano a las cuatro de la tarde los cuales me complicaban el enfoque en las hojas blancas. Podía desplazarme a la sombra, pero como ya había escogido el lugar, prefería aguardar a que con el paso del tiempo se fuera expandiendo sola hasta donde yo me encontraba. La tarde era perfecta, el día anterior había llovido bastante... la tierra estaba fresca y el cielo estaba despejado. Continuaba con mis pensamientos sosegados a medida que progresaba con la lectura. Era una sensación apetitosa ya que hace varias semanas no me había podido tomar unas horas para disfrutar del libro como lo hacía en esa víspera con todos los sonidos y aromas propios del sitio.

Haciendo simetría entre las líneas de las hojas, vi de soslayo una silueta acercándose por la esquina del patio: el gato con su andar inaudible. Siempre siento un poco de enojo cuando me hace eso, a menudo trato de estar atenta pero la mayoría de las veces no lo veo hasta que él quiere que lo vea. Sol venía con su paso felino, bastante relajado y directo hasta mi lugar. Levantó la mirada y con los ojos entrecerrados me saludó con un maullido perezoso, pasó por debajo de la silla y me pareció sentir que se recostaba detrás de mí, también al sol. Me acomodé con un gesto de contento sobre la silla y continué la lectura. Ese día vi un pájaro que no había visto nunca.

No lo noté hasta que estuvo tan cerca que su chillido en forma de llamada me hicieron despegarme del libro. Estaba parado en el muro que antes mencioné, primero advertí su graznido continuo, después el colorido de sus plumas naranjas y rojizas, con detalles negros. No sé si era un pichoncito o que su especie es de ese diminuto tamaño; no era más grande que los damascos que empezaban a emerger desde el jardín del vecino. Y así estábamos los tres en esa escena, el pájaro que no paraba con sus gritos de dos en dos, yo con el libro en la mano derecha observándolo fijamente y el gato que seguía recostado detrás de mí, pacíficamente.

La sombra acercándose, había pasado un buen rato. Entonces empezó a bajar; se paró sobre el toldo, giraba el cuello en varios ángulos, daba pequeños saltitos, nos miraba desde arriba y sin dejar de hablar, después se retrató sobre uno de los tornillos oxidados del mástil que sostenía el tendal, luego sobre el piso. Cada tanto el gato contestaba la llamada burlona del pájaro con un maullido tembloroso, sin mirarlo pero haciéndole notar que lo escuchaba... a tal punto no pude evitar la sonrisa, mientras me llenaba los ojos con la peculiar conversación que estaba apreciando.

La sombra me alcanzó los pies. Ante la indiferencia del gato, el pájaro salió volando y esa fue la única vez que interrumpió su voz. Unos segundos después, escuché que arrancaba de nuevo, desde lejos sentía el mismo graznido repetitivo. Respiré hondo y volví a mi lectura, me costó encontrar el párrafo que había dejado. Escuché un ruido que venía de la casa, a lo lejos, y que me llegaba desde el pasillo: la puerta de la cocina se abría apenas y golpeaba quedamente la chapa al cerrarse. Los pasos torpes de Luna, sus pezuñas chasqueando contra el cemento la delataban. Recién ahí detuve la lectura y miré al gato que ya estaba alerta. Llego la perra, me saludó alegremente y una vez que le di una palmada en el lomo se dispuso a olfatear el piso de aquí a allá. Yo la seguía con la mirada porque sabía lo que se venía, movía el rabo y buscaba algo; cuando pasó frente al gato éste se paró de golpe y le saltó al cuello buscando pelea.

No me contuve y me empecé a reír, la perra me miró con sus ojos negros como si intentara descifrar tímidamente qué hacer. Se quedó quieta mientras el gato desistía de a poco y le asestaba suaves zarpazos vergonzosos; al ver que no obtenía respuesta alguna se fue moviendo la cola nerviosamente. Con un bostezo la perra ocupó el mismo lugar donde antes estaba sol.

Tal vez fue porque no estaba el gato, ya que, cuando el pájaro volvió y se posó sobre el tendal no habló. Miró a la perra unos minutos y se quedó callado, después remontó de nuevo el vuelo. Lo seguí con la mirada un par de segundos para luego volver al libro. Cuando la sombra me cubrió por completo estaba terminando el capítulo, cuando lo hice marqué la hoja con un señalador y me puse de pie, la perra hizo lo mismo y los dos entramos a la casa. Seguía viviendo el día de manera normal pero no podía sacarme de la cabeza el pájaro y que tenía que escribir acerca de él. Hice un poco de investigación pero no encontré nada que me fuera útil para aplacar mi mente.

Pasadas unas horas salí de nuevo al patio, seguía con los pensamientos recurrentes que se me venían a la mente, un poco mezclados con las cosas que tenía que hacer antes de terminar el día. El gato me estaba esperando sobre el paredón, abrazado por la oscuridad, me vio y yo me quedé mirándolo. Tenía al pájaro en la boca. Se bajó de un salto impecable y se sentó, soltó la presa en el piso y la olfateaba. Yo di un paso y él paró la oreja, mordió el pescuezo del pájaro una vez más y se quedó inmóvil aguardando mis movimientos. Levanté la voz, le dije algo (para el relato no viene al caso) y, no porque yo lo hubiera espantado, sino porque creo que me entendió... saltó el paredón y se llevó al pájaro entre sus fauces a otro sitio. Desde mi habitación, escuché el graznido del pájaro una vez más y esta vez se tradujo en algo que pude entender perfectamente, no sólo entendí, recordé todo lo que el pájaro decía.

Me recompuse y abrí la puerta para ver si podía verlo una vez más y no lo encontré, solamente al gato sentado en el centro del patio y la certeza de que el pájaro ya estaba muerto. Lo llamé y el felino entro a la casa dando maullidos. Es desde esta sucesión de hechos, cuando digo que ya no puedo sentir nada. 

A veces vuelvo a escuchar los graznidos del pájaro
pero sé que son sólo recuerdos
porque ya no me significan nada.

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