04 noviembre, 2012

Silencio.

Salí de mi hogar y solo me encontré eso... un silencio eterno e imperecedero reinaba sobre ese mundo nuevo. Era muy fácil llegar a una clara conclusión lógica: me encontraba sola sin presencia alguna... ya no quedaba nadie más.

Ya no existían los mendigos que frecuentaban los mismo sitios cada vez que paseaba por la calle, los obreros trabajando a horas tempranas de la mañana, trabajadores vestidos elegantemente yendo con un maletín en la mano a las oficinas de un resplandeciente edificio, a las mujeres que solían ir con los niños para llevarlos de manera puntual a la escuela, los jóvenes que siempre estaban bromeando sobre la vida tan inocentemente conocida, los políticos que cada día sacaban de la manga una original reforma para dominar a las masas. No solo eso… ya no existían los niños hambrientos de la vieja África, los dictadores que llenaban páginas y páginas de periódicos y libros de Historia, las personas que nunca conociste y nunca conocerás, de diferentes hablas y rostros, con sus curiosas características. Nadie, nadie más.

Era el último ser humano del planeta. Coches vacíos, puertas abiertas, obras de construcción abandonadas, periódicos tirados, objetos personales olvidados, alguna que otra arma tirada donde uno no se lo esperaba… y sobre todo silencio. Los edificios se alzaban como grandes colosos, siempre atentos a lo que pasaba a su alrededor.

Entré en la tienda más próxima para conseguir provisiones. Se me hizo extraño no pagar y que no me llamaran la atención por dicha acción. Agarré una fruta, pues sería lo primero en que se estropearía; era una pena perder tal delicioso sabor. Mientras me comía una manzana se me vino a la cabeza distintos pensamientos contradictorios. Me daba cuenta que era la última de mi especie, la única vida inteligente del planeta. Caí en la cuenta de que ya no tenía nadie con quien relacionarme. Nunca encontraría el amor y no podría conocer al chico ideal que tanto esperé encontrar... pero, también tenía un lado positivo: no tenía que rendir cuentas a nadie, no tenía que preocuparme de los demás. Y lo más destacable: era mi mundo.

Una amplia esfera para mi sola, sin compartir con nada ni con nadie... lleno de lugares fantásticos sin que nadie me prohibiese su entrada. Todo estaba a mi disposición. Con unos mínimos conocimientos de agricultura y un poco de suerte, más la sagrada ayuda de las bibliotecas, no tendría que preocuparme por el hambre. Tenía suficiente tiempo antes de que toda la alimentación dispuesta se caduque. ¡Oh, el tiempo! Me sentía la señora de los tiempo. Ahora, con la desaparición del ser humano, el tiempo dejó de tener poder sobre mí. Yo decidía en qué momento del día haría las cosas y de que modo. Ya no existían la horas, los segundos, los años, los minutos… yo era el tiempo.

Por suerte, el Internet no estaba desconectado. En mi casa me conecté, suspirando al ver que todos los datos estaban intactos, y por tanto, tenía a mi alcance el conocimientos de la humanidad. Se me hacía extraño que fuera la única persona conectada a esa gran red. Dejé las provisiones en la nevera. Eché un vistazo a la cocina, curiosamente limpia sin los estragos que hacía mi padre al comer. Me sentí triste al darme cuenta de que no volvería a ver a mis padres. Las Fiestas de Navidad, los días calurosos de verano, las primeras despedidas al empezar el curso escolar y no tener tiempo para conversar con ellos. ¡Ah! Y mis amigos, mis compañeros de clase. Ya no nos podremos burlar de las personalidades de los profesores o salir los sábados por la noche. Su recuerdo no bastaba, por dentro los extrañaba.

Pasé por una tienda de animales. ¡Ruido! Fui a ver y me encontré a 5 cachorros de distinta raza y a 4 gatos pequeños. Los liberé y distribuí suministros de comida por la tienda para que éstos pudieran sobrevivir en mi ausencia. No podía llevarme a ninguno. No. No podía permitirme un compañero que pudiera morir antes que yo y me dejara con otro recuerdo doloroso. No era el mundo post-apocalíptico que me esperaba. Toda la ciudad estaba iluminada y los rayos del sol chocaban contra los cristales de los rascacielos. Era como haber salido de una maldición que hacia que todo fuera oscuro y tenebroso.

Finalmente me fijé en una cosa: una bandera deshilada encima del ayuntamiento. Era gracioso de como esa bandera había dejado de tener significado de un día para otro. Antes de que todos desaparecieran, yo no tenia ninguna patria a la que adorar. Me fijé en la plaza. Era la reunión de desfiles, de fiestas, de tropas pasando enaltecidas por el orgullo nacional con fusiles en la mano, de discursos políticos y revueltas. Eso se había acabado. En mi mundo ya no había fronteras. No estaba dividida por banderas y absurdas ideologías. Pero... ¿Cuánto podría aguantar sin que el remordimiento de la soledad me consumiera viva? ¿Cuánto podría soportar sin saber la verdad de todo aquello? ¿A quién podría amar y mostrar mis sentimientos? Y obtuve mi respuesta: Silencio.

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