12 abril, 2013

Refinado cadáver.

Me fascinó la forma en la que puedes crear mil pensamientos y sentimientos alrededor de alguien muerto. Me imaginaba una muerte lenta, tan diferente a la muerte que yo deseo. Quería entrar en la sangre fluyente cada vez más débil y sentarme en la respiración del próximo cadáver que la vida habría de desechar en un suspiro. Quería sentir su dolor, quería escuchar sus recuerdos.

¿Qué piensa alguien a punto de morir?
Depende del personaje, depende del delirio, de la desilusión, depende del creador que manejó su vida como un caleidoscopio. Creo en escritores, personajes e historias. La pluma se mueve y la mente avanza. Una vez que me encontré ahí, dentro de mí, en un mundo que existe pero que nadie deja fluir y que todos ignoran, y una vez ahí pude sentirlo. Sentí la muerte. Los órganos se combinan con la metafísica de la realidad del ser agonizante. Lo pude sentir a pesar de nunca haber vivido una muerte en el mundo material. Sus ojos se cerraron y el dolor se expandió pero, ya no estaba más ahí. Sin importar si había sido un buen o mal personaje, la esencia de la muerte lo llevó a lugar extraño y húmedo. Las lágrimas de aquellos que pierden acaban en ese lugar y aquellos perdidos mueren llegan ahí.

Se bañan en lágrimas y sienten el frío que comienza a avanzar por sus talones y pies. Es una caricia de muerte que endurece cada músculo. La caricia de la muerte que roba el calor, el color; llevándose la vida en un delicado roce. Si duele o no, no lo supe nunca. El cadáver no respondió. El cielo se perdió en su visión escapada y los pájaros volaron y se convirtieron en espejismos de cenizas de cuerpos bañados en lágrimas. El vuelo del ave, la picazón en medio de los ojos. Yo me quedé ahí, dentro de un cascarón aterrador, en un estuche vacío que guardaba con recelo las más preciosas joyas de una actriz famosa vagante entre las tumbas buscando un cofre de plata que ya nunca encontrará.

Colorete rojo, rojo como fuego. Tardé en salir y me quemaron junto con la caja de cristal. Explosión y trozos de vidrios y cristal por el suelo. Si la muerte me acarició aún no lo sé, pero es verdad, es verdad que la muerte de un personaje es la muerte del autor. Tal vez vivimos en ellos, nos combinamos con su sangre y nos instalamos en sus pulmones, nos volvemos pájaros cenizos que les lloraran un baño en aquel cuarto mojado y lejano.

Quería describir una muerte lenta y sólo escribí un cadáver exquisito.
Quería escribir una muerte y me volví mariposa.
Una mariposa la cual le hicieron una autopsia en el infierno.

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